rosa Díez, esa amante de la convivencia, ha igualado a los del PSOE "con los alemanes que fingían no oler ni ver el humo de los campos de exterminio". Ha incluido entre los falsos ciegos con anosmia "desde el primero hasta el último de sus afiliados", y en el saco de Núremberg meterá también, supongo, a sus 6.752.983 votantes. Por calmarla y tenerla entretenida, tiraría de los clásicos y le aconsejaría La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, el espanto al detalle en 1.456 páginas; y de propina Shoa, de Claude Lanzmann, el vacío repleto en nueve horas y media. Tampoco le vendría mal una visita al Museo de la Historia del Holocausto de Jerusalén y otra al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Y, como diría el genio, luego vas y lo cascas.

Aunque quizás baste aclararle que el abuso de las palabras gruesas perjudica al bocachancla. Pues, si se llama hijueputa a todo el mundo, en primer lugar nadie se dará por aludido y, en segundo lugar, se abaratará un término que quizás mañana sea necesario. ¿Cómo calificar al fascista real si fascista es ya polisémico? Existe una gradación en el insulto, código según el cual no se grita asesino a quien roba un chicle y tontorrón a quien degüella al prójimo. Cuando eso ocurre, cuando alguien te menta a la madre porque olvidaste el hielo para los cubatas, en vez de elevar el tono hasta el ridículo lo adecuado es hacer exactamente lo contrario: responderle tolai, gilipichi, macarroni, lechuguino. De modo que si yo fuera militante socialista dejaría a un lado eso de traidora o canalla. Y optaría por el suspiro infinito: ya está aquí de nuevo la filimincias esbaratabailes.