ste jueves, 25 de noviembre, se celebrará el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer y con ello un día, como el del 8 de marzo, en el que los hombres nos sentimos incómodos. Pocos lo van a reconocer, pero esa es mi percepción. No hablo tanto de esos hombres que erróneamente, o voluntariamente, confunden feminismo con lo contrario al machismo. Hablo de los que nos sentimos comprometidos con el valor de la igualdad, y en consecuencia, con la defensa de esta entre mujeres y hombres. De los que reconocemos que la desigualdad, y la violencia como su evidencia más flagrante, deben ser erradicadas. De los que queremos hacer algo y hasta pensamos que estamos haciendo algo. De a los que, pese a ello, el día nos incomoda porque no sabemos cuál es nuestro papel, ni cómo participar activamente. A todos ellos, empezando por mí, no nos viene nada mal esta incomodidad porque es una incomodidad necesaria. Es la incomodidad de sabernos interpelados por, en este caso, la violencia que sufren las mujeres de manos de otros hombres. Y claro que tenemos un papel, pero quizás no del tipo al que estamos acostumbrados. No es un papel público, protagonista ni donde hablemos y hablemos y además, en primera persona. Al contrario, este jueves es un día para callar y para hablar. Para callar porque nos toca escuchar y comprender. Aceptar que el 25-N va de ellas y de lo que ellas sufren. Callar para reflexionar no sobre la culpabilidad, pero sí sobre la responsabilidad que tenemos cada uno en nuestro entorno en la lacra de la desigualdad. Callar para analizar nuestra actitud ante la crianza, los cuidados y nuestros pensamientos y conductas. Y para hablar y hasta reprochar, justo a quienes más nos cuesta, a otros hombres cuando sus actos o comportamientos son machistas. Silencio, pues, para ser aliados de ellas, pero no cómplices de ellos.