omos muchos los que disfrutamos con las retransmisiones de los juegos olímpicos. Esa sensación de poner la tele y no saber con qué deporte te vas a encontrar, o qué países estarán compitiendo. En el caso de los deportes individuales, más de una vez busco en Internet información sobre los ganadores y suelo encontrarme con historias realmente interesantes. Vaya por delante que para mí todo aquel que llega ya a participar en unos juegos, tiene mi aplauso. En este mundo enganchado a lo instantáneo, ver que hay personas que dedican un día sí, y el siguiente también a luchar por algo que ocurrirá en cuatro, u ocho años, me fascina. Pero, si ya hablamos de los juegos paralímpicos, mi admiración se dispara. Todas y cada una de las historias personales que leo sobre muchos de los participantes, me dejan la misma cara que un niño al ver a un mago: acabas de ver lo que ha hecho, pero tu cabeza te dice que es imposible. Detrás de muchos deportistas olímpicos, hay historias de gran esfuerzo por objetivos aparentemente inalcanzables. Pero es que en el caso de los paralímpicos, además han tenido que luchar contra el estigma social de los que hemos pensado que, a la vista de su discapacidad, no sólo no merecía la pena que lo intentaran, sino que ni siquiera tenían derecho a ello. Los juegos paralímpicos que terminaron el domingo, nos han vuelto a demostrar que las personas con discapacidad no piden compasión, sino sus derechos como ciudadanos, en el deporte, como en la vida, para ejercer su libertad. Derecho, no al paternalismo de los que nos creemos "normales", sino derecho a contar con apoyos que les permitan decidir cómo quieren vivir. Apoyos con los que hacer palanca y superar, no solo las resistencias con las que nacieron, o la vida les deparó sino, fundamentalmente, las impuestas, aún hoy, por una sociedad a la que nos cuesta integrar la diversidad.