ompartí con ellos el último asiento del bus que en octavo de EGB nos llevó a Zaragoza. A ciertas filas de distancia, se sentaron el resto. En clase era igual. Estaban, pero en el fondo, fuera del interés de la mayoría. Ellos se llamaban, con cierta aura, el barrio chino, aunque parecieran, más bien, los carne de cañón. Nadie creía en ellos. Estaban desahuciados por un sistema educativo que no movía un dedo por entenderlos. Pese a ser lo más alejado a lo que yo era, su fragancia a rebeldía y tristeza diarias, me atraían y hasta conseguí ser parte del grupo aunque pareciera el extraterrestre de su planeta. El reconocimiento social que tiene la universidad nos hizo sentirnos aún más superiores a ellos. Ellos eran los sin diploma, mientras que nosotros, nos creíamos no solo más en lo profesional, sino incluso en lo personal. Por suerte, la vida me ofreció reencontrarme con algunos de ellos, a veces de modo casual, y otras veces, las mejores, hablando en la barra de un bar hasta la luna se cansó de escucharnos y le pasó el testigo al sol. El olor de mi soberbia social con respecto a ellos me echó para atrás. Donde yo vi éxito por mi talento, ahora reconocía que no había más que un buen aprovechamiento de unas oportunidades que ellos no siempre tuvieron y suerte, sí, esa pizca de suerte que la vida te regala. Y resulta que ahora, en medio de esta crisis, son ellos, los sin diploma los que hacen que la vida siga. Los repartidores de las compras que hemos hecho online, los reponedores de nuestra comida del súper, los barrenderos que han desinfectado nuestras calles... Los que se han jugado su salud yendo a currar mientras que otros nos quejábamos del teletrabajo. Quizás debamos empezar por mirarlos a la cara y no por encima del hombro, para decirles que han sido imprescindibles antes de que nos llamen a nosotros los sin vergüenza.