bservamos con asombro cómo las exigencias de dimisión se suceden de manera compulsiva por parte de la oposición, sea esta política, sindical o mediática. Pocas cuestiones controvertidas en la gestión de nuestros gobiernos -obsérvese que escribo en plural- se libran de tales peticiones, realizadas además con pretenciosa solemnidad, independientemente de si se trata de un roto o de un descosido, que no es lo mismo. Obviamente, todo el mundo tiene derecho a reclamar ceses, pero quien así actúa debería reflexionar sobre la eficacia de su proceder y el escaso -amén de negativo- impacto que este tiene a menudo sobre una ciudadanía que sabe dilucidar mucho mejor que la clase política la responsabilidad de cada uno en los hechos sobre los que se discute.

Comenzar a abordar todo conflicto desde el primer momento con exigencias de dimisión, sin siquiera dar tiempo a las debidas explicaciones, y atendiendo estas cuando llegan con una opinión tan prefijada como inmutable, termina frecuentemente por minar la labor del controlador, incapaz con su sobreactuación de percatarse de la diferencia entre unas actuaciones del gobierno y otras, consiguiendo así el indeseado efecto de trivializar y devaluar las peticiones de renuncia para cuando estas sí estén justificadas.

Pretender que todo desliz de un gobierno se convierta en una bicoca para montar una inmensa batalla política y mediática con el objetivo final de conseguir algún cargo público como pieza a cobrar, supone a menudo un error de cálculo, máxime en una situación como esta de pandemia en la que la sociedad -creemos- pide a gritos menos ruido. La labor de toda oposición consiste en controlar al gobierno y en criticarlo con firmeza siempre que haga falta, pero también en modular el tono, ponderar la actuación. Es, además, lo que le conviene; lo que otorga credibilidad.