el pasado fin de semana, casi el mundo entero, permítaseme la hipérbole, estuvo pendiente del mayor espectáculo televisivo, la Superbowl, final del campeonato del fútbol americano celebrado en la localidad norteamericana de Florida, en medio de un despliegue de personal, histérico por asistir a la mayor cita deportiva que registran los anales de nuestro azacaneado.

Hay que reconocer que los herederos del Tío Sam son aficionados a los grandes montajes, en un país inmenso donde todo se hace en proporciones desproporcionadas, atacados de un gigantismo espectacular, capaz de congregar a millones de personas, más de cien largos televidentes del espectáculo global. Miles de espectadores en el estadio, millones de consumidores del momento más goloso de la vida deportiva norteamericana, quince minutos de tiempo de descanso para lucir un espectáculo genial entre Shakira y Jennifer López, dos rutilantes estrellas capaces de imantar a las masas a un show pendiente de la tele para recoger danza, voz, música y personalidad de dos artistas representantes de la latinidad en tiempos poco favorables a los latinos y migrantes en el opulento Estados Unidos.

El mayor plató del mundo en el interior de un estadio de fútbol construido para lucir las habilidades artísticas de ellas dos, convertidas en referentes de millones de ciudadanos. Quince minutos para la gloria, en medio de una histeria colectiva provocada por los pasajes de la disputa deportiva y por la magia cantarina de dos princesas del mundo de la tele, la gran catalizadora del espectáculo gigantesco anual de la NFL.

La final de la Superbowl es fuente inmensa de negocio, congregación de audiencias millonarias, ejercicio mediático de pura televisión en directo, en definitiva, en estado puro como solo lo saben hacer los profesionales norteamericanos del entretenimiento. Pura gozada televisiva.