Albert Einstein lo barruntó en su Teoría de la relatividad, pero solo desde ayer contamos en nuestro álbum con las primeras fotos de un agujero negro del espacio. No me digan cómo lo han hecho porque lo más lógico es que un agujero de esos ni se pueda fotografiar ni explicar: si te cuentan la verdad resulta que en realidad tampoco existen porque están hechos de un material que mezcla el espacio y el tiempo; ni siquiera la luz podría salir de una mezcla de este tipo. Fotografiar la nada es una misión imposible pero no lo es tanto si lo que se refleja es el mundo que lo envuelve. Y es que esto de los agujeros negros es la mejor metáfora de la televisión actual que mezcla el espacio y el tiempo dándonos una impresión equivocada de que tengamos el poder de ver todo lo que se crea, pero la realidad hace que solo veamos una pequeña parte, apenas unos pocos destellos. El resto permanece ajeno a nosotros: ni viviendo 100.000 vidas podríamos aspirar a ver todas las producciones audiovisuales y grabaciones que a diario se generan. La evolución de las imágenes desde las primeras pinturas rupestres, los frescos y pinturas posteriores hasta la invención del cine y la televisión, fueron solo un segundo en la historia de la humanidad. Parece que los agujeros negros se ven porque hay infinidad de materia y diferentes cuerpos celestes que dibujan la forma de su ausencia. Y es lo que muchas veces adivinamos cuando miramos el móvil, nos sentamos delante de un televisor o en la butaca del cine. La búsqueda del rastro de nuestra propia ausencia es la que nos empuja a seguir mirando y emigrando por las pantallas. Mirar, mirar y mirar para descubrirnos a nosotros mismos. Parece que nunca antes alguien había visto cómo eran los agujeros negros. Y ahora que los han fotografiado ¿qué? Como los bisontes de Altamira, ya los conocíamos miles de años antes -o después- de que los descubrieran.