no ha amanecido y los habituales ya están en las máquinas de la sala de musculación del polideportivo, alguno parece que nunca ha salido de allí. El Marqués de Altamira se coloca en una cinta elíptica e inicia su marcha de calentamiento, en la cinta de al lado Springbok parece un galgo persiguiendo una liebre invisible.
-El jugador de rugby- dice o piensa el Marqués, que a estas horas puede ser lo mismo-, cada lunes, al llegar al trabajo, tiene que explicar la ceja explotada, el ojo morado, los puntos de sutura en la oreja, la clavícula desencajada, el ligamento roto, el hueso quebrado? y justificar ante los demás que va a seguir con ello, que no es un masoquista, que el rugby le da, a cambio de su salud, la vida que le gusta.
Springbok ha resbalado en la cinta mojada y ha tenido que sujetarse para no caer. Luego aparece con la fregona y un rollo de papel de cocina, seca la cinta y recoge los utensilios. Más tarde, la carrera inmóvil retoma su marcha frenética.
- El traumatólogo es el mejor amigo del hombre- el Marqués ha ido acelerando progresivamente en su aparato hasta alcanzar una velocidad punta de media docena y un poco de kilómetros por hora-, y no te abandona durante toda tu carrera de jugador, se forma un especial vínculo de fidelidad con él, con el masajista, con el farmacéutico? es una red de consejeros que respira aliviada cuando les vas diciendo que lo dejas, que esta es la última temporada.
La nariz del Marqués, rectificada por el cerebro de un pilier, que lo utilizaba solo como herramienta para abrirse paso en la linea de defensa, deja caer gotas de sudor sobre el viejo maillot que aún se pone cada mañana para ir al gimnasio y llega la hora de marcharse con sus pensamientos.
-Y, sin embargo, me falta algo de mi alma, cuando oigo el ruido de los crampones en el pasillo del vestuario cada vez que los jugadores del equipo corren para salir al campo, al comienzo del partido.