la desventurada llegada del formato Gran Hermano a las pantallas de los hogares hispanos supuso una explosión escandalosa en la programación de algunas cadenas, que descubrieron entusiasmadas la calidad y potencia de audiencia de la bien llamada telebasura, que los gestores de las teles despreciaron con el argumento de que la carnaza la pide y consume el pueblo y en paz.
Un osado personaje de la tele, de cuyo nombre no me puedo acordar, tildó de experimento sociológico el hecho de encerrar a un puñado de ellos/ellas en un chalet en la sierra madrileña, para que conviviesen durante 24 horas, intercambiando pasiones, fluidos, gritos y devaneos varios a lo largo de las secuencias. No se sabe nada de las consecuencias científicas del citado experimento, pero lo que está claro es la aparición de un fenómeno audiovisual en forma de plaga que sigue azotando las parrillas de programación; es la llegada de la telerrealidad, de los realitys, un modo de hacer tele en base al escándalo, desnudez física y mental de concursantes, que se manejan por igual en formatos diversos desde un granjero salido, hasta dos parejas casadas ipso facto de conocerse, o el clásico GH que permanece vivito y coleando bajo la protección y amparo del Gran Vasile.
La telerrealidad quiere ser lo más parecido a la vida misma, que Mediaset explota con generosidad y gracejo, logrando en ocasiones audiencias millonarias, y dejando, eso sí, un aroma de carne triturada en platós y vídeos. Una tribu de personajes que se han hecho famosos o al menos conocidos, gracias a venturas y desventuras en una isla desierta, una casona en el campo o en la sala de un restaurante para ligar o fracasar a la primera de cambio. Son modalidades del desnudo masculino/femenino, llenas de miserias, descalabros éticos y absurdos comportamientos de muñequitos del pim pam pum.