las primeras semanas de Trump al frente del gobierno de los EEUU representan una vuelta penosa al repliegue, a encerrarse en uno mismo, a la desconfianza frente al otro, a la insolidaridad, al egoísmo, a la autarquía, al unilateralismo. Y el más obsceno exponente de esta deriva populista viene representado por el delirio que representa retomar el proyecto de construcción de un muro fronterizo con México, monumento a la indignidad y a la prepotencia del más fuerte que ya fue concebido por la inefable dinastía de los Bush, padre e hijo.

Cree o quiere hacernos creer ahora Trump que todo ello aporta una ilusoria sensación de poderío y de seguridad pero en realidad demora la verdadera solución de los conflictos que subyacen tras la existencia de tales muros y fronteras, dificulta el diálogo y la convivencia y nos conduce a la compartimentación social, a crear guetos que creíamos ya desaparecidos de nuestro imaginario social.

Pero Trump, en realidad, no ha inventado nada. Cisjordania es otra muestra de la prepotencia y arrogancia de Israel, desafiando incluso a la Corte Internacional de La Haya, que decretó su ilegalidad. Desde la muralla china (siglos III y IV a de C.), con miles de kilómetros, hasta el derruido muro de Berlín, edificado en 1961 y con 165 kilómetros de longitud, pasando por ejemplos modernos, el muro nos remite al miedo y al repliegue: me encierro para no exponerme al otro, a quien no entiendo y con quien no quiero encontrarme. ¿Y no responde a esta lógica la suma de complejos residenciales que proliferan en nuestras ciudades, como fortalezas, como los nuevos recintos cerrados e impermeables frente a terceros?

El muro, la muralla del siglo XXI, busca el aislamiento aséptico: en Los Ángeles, en Río de Janeiro, en Buenos Aires, en Estambul, todos tienen en común el miedo al diferentes, como en Padua, que levantó un muro de acero para separar la población autóctona del barrio habitado básicamente por tunecinos y nigerianos.

Estas reacciones políticas suponen un ataque frontal a los principios más esenciales de la dignidad humana. ¿Cómo puede ser considerado como delincuente una persona por el mero hecho de atravesar una frontera buscando salvar su vida, o simplemente en busca de un mejor futuro, o más aun cuando acude a nuestra puerta fronteriza reclamando asilo y refugio al ser perseguido en su país de origen?

Con frecuencia hablamos de tolerancia, de diálogo intercultural, y sin embargo se levantan por todas partes del mundo nuevos muros y murallas que separan más de lo que supuestamente protegen. La entrada de inmigrantes sin control (no quisiera hablar de ilegales, no es un adjetivo que merezcan personas que buscan sin más subsistir) perjudica al conjunto de extranjeros en su consideración social y en sus oportunidades de trabajo. Ellos son los primeros perjudicados al ser explotados por mafias, trasladados con graves riesgos para sus vidas y con dificultades infranqueables para su plena regularización administrativa.

Y en Europa, en esta nuestra desnortada Europa, no estamos para dar lecciones de nada en esta materia: hablamos mucho, criticamos, pero cabe preguntarse si hacemos de verdad algo para resolver el drama humanitario de los refugiados. La triste y desnuda realidad, que nos interpela a todos los europeos, es por qué los dirigentes de cada Estado no están sintiendo presión social alguna para resolver de verdad esta ignominia colectiva. Alguna vez seremos juzgados todos duramente por la historia, un reproche que será justo porque nuestra insolidaridad revela el adocenamiento de una sociedad tan colectivamente anestesiada como insolidaria.

La crisis económica no es una excusa, quizás sea un acelerador, un pretexto para refugiarse en la ignorancia, en el miedo y para aferrarse a la comodidad mullida de los prejuicios. El racismo siempre ha existido, pero ahora muchos políticos lo aprovechan para sacar partido de ello. Es más sencillo extender el odio hacia el extranjero que el respeto al que es diferente. El racismo es la pereza del pensamiento y el fascismo una desviación inadmisible de los valores democráticos. Es preciso combatir esta lacra con una verdadera rebelión cívica, basada en valores de convivencia, de solidaridad, de respeto al diferente, antes de que sea demasiado tarde.