a las puertas ya de un otoño intenso en lo político y en lo social, expongo estas reflexiones posvacacionales, sin prepotencia ni complejos, sin sentir la necesidad de autojustificar un sentimiento nacionalista que ni es excluyente, ni va contra nadie, ni demoniza otros nacionalismos u otras ideologías.

El recordado sociólogo Pako Garmendia expresó de forma brillante que la ética es a la convivencia lo que las reglas al juego: no es factible jugar a la pelota o al ajedrez con alguien con quien no se comparten las normas que establecen dónde están los límites, o la delimitación acerca de qué es “falta” y qué es “buena”. Y concluyó, sabiamente, que solo un suelo o base ética compartida por quienes vivimos juntos, en sociedad, puede garantizar que la convivencia no se transforme en “contravivencia”, es decir, en destrucción mutua.

Frente al acuñado discurso de los partidos políticos con implantación estatal que confunden interesadamente la evidencia de una gran mayoría social abertzale en Euskadi con supuestas imposiciones gregarias de un pensamiento nacionalista único y pétreo, cabe afirmar que el nacionalismo institucional no persigue patrimonializar la sociedad vasca ni minorar el valor de la diversidad que nos caracteriza.

Debemos dejar de vivir como compartimentos estancos, aislados: nacionalistas, no nacionalistas, los colectivos integrados en la izquierda abertzale. Todos debemos sumar respetando las premisas mínimas de convivencia en democracia y en sociedad.

Nuestro país ha cambiado, porque la sociedad vasca no es distinta al resto. Es obvio, pero no debemos olvidarlo. La realidad social es la que es, y no la que ciertos discursos políticos nos quieren hacer creer o ver. Hay que proponer una reflexión que sitúe el acento en la pluralidad y en la madurez de nuestra sociedad, sin perder su principal valor: el sentimiento identitario mayoritario que aflora como señal de pertenencia al pueblo vasco.

Frente a la inercia pseudomodernista que demoniza el deseo de mayor autogobierno, frente al frentismo antivasco (que lo hay y bien organizado desde lo político y lo mediático), debe primar la necesidad y la oportunidad de convivir y de construir un futuro entre todos y para todos.

Ahora se habla hasta la saciedad y por todos de huir de bloques, de lograr acuerdos entre diferentes, de vertebrar acuerdos plurales. Ese discurso está muy bien, pero todos deben aplicarse a ello, porque también desde el PP o desde otras formaciones políticas se habla de democracia y de pluralismo, y sin embargo luego su cabecera de programa electoral no es otro que el discurso del no: no a los nacionalistas, no a las, a su juicio, desmedidas e insaciables exigencias de mayor autogobierno, no al debate sobre el futuro de nuestro país, no al reconocimiento de nuestra identidad como nación dentro de un Estado.

¿Cómo construir un nuevo modelo de convivencia si el discurso se queda en la mera retórica electoralista y luego no permite avanzar ni un milímetro en su plasmación de nuevas realidades adaptadas a nuevos tiempos?

En una sociedad del siglo XXI no hay lugar para calificativos como el de polizones: cabemos todos, y todos debemos tener idénticos derechos, empezando por los dos más básicos, el de la vida y el de la libertad, y en otro nivel jerárquico, pero igualmente fundamental, el de la participación política en democracia. Esto no es un capricho intelectual, es una realidad sentida (también de forma plural) por una mayoría amplia del pueblo vasco.

Para llegar a buen puerto hay que fijar la brújula y combinar la resolución del día a día en la gestión de los problemas que nos llegan de frente con el objetivo de no desnaturalizar el proyecto para saber adecuarlo a la nueva realidad local y global.

Y eso exige priorizar el acuerdo sobre la confrontación, respetar y exigir respeto a lo acordado y no renunciar a nuestros objetivos de mayores cotas de soberanía para una interdependencia que consagre nuestro reconocimiento como nación vasca.