Nada ha cambiado en los hechos humanos al planeta y para sus seres vivos. Pero la Tierra sigue, evoluciona y cumple sus pasos de manera inexorable hasta el final de su tiempo... para gloria de una humanidad infeliz. La gran pandemia del siglo pasado finalizó el verano de un año marcado por cuatro dígitos iguales dos a dos. Bueno sería que fuese igual para la actual pareja de este año; que fuese la primera y última de este siglo, en el que el calor creciente del verano, agoste todo resto de pandemia que fue arrastrada por las copiosas lluvias de la primavera. Que el final del verano abra ese después en que los vientos otoñales despejen las mentes para comenzar un nuevo curso, renovando todos los ámbitos de una sociedad rediseñada desde la base, con criterios de mayor igualdad en el reparto de la riqueza. No volver a las andadas para evitar que repita la visita. Ha sido una visita necesaria, consecuencia de la crisis global que sostenemos, y cuyos dos máximos exponentes son el colapso democrático y medioambiental de un sistema económico globalizado por sobreproducción de manufacturas superfluas, junto a residuos contaminantes derivados de la misma, y por otra, la desidia social e individual ante el olvido de nuestra esencia de ser: “Hemos convivido sin escandalizarnos con la retribución hasta el delirio de ciudadanos cuya aportación a nuestro futuro, nuestro bienestar y la garantía de ambos, es irrisoria”, hoy, incapaces de solventar la crisis epidémica y económica que se le superpone por déficit de políticas preventivas y exceso de vanidad política.