Las manifestaciones del exministro de Interior Barrionuevo reconociendo la autoría de al menos dos de los delitos cometidos por los GAL y admitiendo la existencia de guerra sucia representa un escándalo ético, jurídico y político sin precedentes.

Primero fue su secretario de Estado, Rafael Vera, quien con un aire autosuficiente y chulesco se vanaglorió de las actividades terroristas del Estado. Y ahora su jefe político, condenado en 1998 a diez años de prisión por el Tribunal Supremo por los delitos de secuestro y malversación de caudales públicos, posteriormente indultado por el gobierno del PP, sigue su impresentable senda dialéctica al reconocer expresa y abiertamente la existencia de terrorismo de Estado.

Ni un ápice de autocrítica o de arrepentimiento. Al contrario. Sus manifestaciones son puro enaltecimiento del terrorismo de Estado. Es decir, impunidad jurídica y no reconocimiento para las víctimas de crímenes de Estado. La pregunta es obligada, porque el daño a la convivencia es tremendo: ¿qué reconciliación es posible con personas que se enorgullecen de torturas, secuestros y asesinatos cometidos contra personas indefensas?

Sus directos delitos ya han prescrito; pero cabe recordar que, conforme al Código Penal, los artículos 578 y 579 castigan el enaltecimiento o justificación públicos del terrorismo así como los actos de descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas y la difusión de mensajes o consignas para incitar a otros a la comisión de delitos de terrorismo. El enaltecimiento del terrorismo supone, como delito, la defensa o apología a organizaciones criminales o a sus actividades. El hecho punible se fundamenta en la existencia de una alineación con las acciones terroristas cometidas. Y ambos tipos delictivos sí son perseguibles hoy día.

La reflexión que cabe unir al diabólico bucle ético que genera estas impresentables manifestaciones del exministro de Interior es que en un campo tan minado ideológicamente como el del análisis de la pacificación y normalización, en un terreno tan abonado al maniqueísmo simplista de los buenos y los malos, sería recomendable seguir el atinado argumento del añorado Umberto Eco: distinguir para este tipo de debates entre neutralidad e imparcialidad; en relación al ámbito de la Paz y la Convivencia habría, en efecto, que dejar de lado la neutralidad, es decir, habría que tomar partido, no ser neutral e inclinarse a favor de la causa de las víctimas y, sin embargo, tratar al mismo tiempo de ser imparcial.

Y la derivada de esta reflexión es que no condenar sin ambages la infame existencia de terrorismo de Estado supone legitimar su existencia y sus acciones terroristas. Tal y como sabiamente acuñó la acertada expresión de Gesto por la paz, “cuando la democracia mata, la democracia muere”. El silencio clamoroso del presidente del Gobierno español representa una desviación ética inadmisible y que debilita, además, el débil edificio de la convivencia.

¿Hubo realmente una guerra o un conflicto entre comunidades? En Euskadi no ha habido ni lo uno ni lo otro. Los infames episodios de violencia de Estado no pueden justificar un esquema de simetría, de tal manera que la culpabilidad estuviera repartida a partes iguales. La violencia no ha sido nunca inevitable, ni cabe justificarla como respuesta adecuada a otra violencia anterior.

La lectura final que cabe proponer es que en democracia la escritura de la historia solo puede hacerse en un marco de pluralismo, bajo la mirada vigilante y crítica de diversas memorias paralelas que discuten. El deber de la memoria ha de acompañarse de una aceptación de la complejidad histórica. Pero nunca podrá servir como instrumento legitimador de una expresión injusta de violencia, como la perversión que representó el terrorismo de Estado.