Tras el berenjenal en el que se metió sin ninguna necesidad Pedro Sánchez con el decreto ómnibus, era obvio que la cuestión terminaría como ha terminado: su gobierno batiéndose en retirada y aceptando trocear el decreto para sacar adelante las medidas que sí recababan un apoyo mayoritario. Es decir, haciendo justo lo contrario de lo que anunciaron. Y es que, en bravucona comandita, ministros y ministras juraron (más bien perjuraron) que el decreto volvería enterito al Congreso, a ver si había agallas para oponerse de nuevo. Lo cierto es que tal estrategia suponía un tiro en el pie y hasta gente cercana terminó por advertirles de que aquello no estaba funcionando.

La semana no fue cómoda para las huestes de Carles Puigdemont. Sus incombustibles odiadores arremetieron con dureza contra ellos, pensando que los achicarían. Afortunadamente, también se alzaron algunas (pocas) voces como la de Vicent Partal, quien habló de un gesto valiente de Junts que dignificaba la democracia. Se trataba de aguantar el chaparrón, el tiempo dejaría las cosas en su sitio. Y las ha dejado. A partir de ahí, no dejan de ser curiosas las reacciones: al desorientado Rufián le ha entrado un indisimulado ataque de celos, lo cual tampoco es nuevo. Más novedosa, amén de sorprendente, ha sido la valoración de Mertxe Aizpurua felicitándose por la rectificación (¡¡!!) de Junts. Los mariachis mediáticos de Pedro Sánchez, incómodos, se afanan en minimizar el evidente éxito de Míriam Nogueras y los suyos. Y el PP, fuera de juego.

Resumiendo, no ha sido el famoso decreto lo único que ha acabado políticamente troceado durante la última semana. Pero, por encima de todo, se ha demostrado que no es incompatible abogar por la continuidad de un gobierno con poner pie en pared ante los innumerables trágalas con los que este trata de someter a los aliados. Que un presidente en minoría debe trabajar mucho más en lograr adhesiones a sus propuestas. Que no todo vale con la excusa de que vienen los fachas.