El tocayo de Herrera me dice que soy un fetichista, debido a mi propensión a compilar viejos objetos, libros, carteles, periódicos y similares relacionados con temas que me apasionan. Como el término fetiche tiene alguna acepción que puede llevar a incómodo equívoco, preferiría ser llamado coleccionista, pero me queda grande. Convengamos, por lo tanto, que soy un recopilador de cosas interesantes. Y entre todos los palos que toco, la historia del nacionalismo vasco es uno de los que más me ocupa, incluido, claro está, el Aberri Eguna. Entre otro material histórico, guardo con especial cariño una cinta cassete enviada por nuestro tío hace casi medio siglo, correspondiente a la misa mitinera que dieron en la Euskal Etxea de Nueva York media docena de sacerdotes vascos, con motivo del Día de la Patria Vasca.
Ciertamente, le embarga a uno la nostalgia, la tristeza melancólica, cuando lo deseable sería que, como antaño, fuera la ilusión la que se impusiera a falta de pocos días. Tengo para mí que el sentimiento es compartido por muchísimos patriotas, tristes por una fiesta alicaída. A otros muchos, a la mayoría, la cuestión les tiene sin cuidado. Lo que parece paradójico es que todo ello suceda cuando el voto abertzale ocupa cada vez mayor espacio electoral. Parece paradójico, pero no lo es, porque en realidad, entre el histórico péndulo de unos y la más reciente ciaboga de otros, resulta evidente que, para conseguir tal crecimiento, todos han pisado el freno, conscientes de que la ciudadanía no está ansiosa de alcanzar ninguna nueva meta. No es este un reproche a los partidos, tienen poderosos argumentos para hacerlo. Permítaseme, sin embargo, el desahogo. Durante décadas convulsas ansiábamos la calma, pero hemos alcanzado la quietud. Sin duda, volverán los tiempos de ilusión. Mientras tanto, pondremos la ikurriña en el balcón, comeremos cordero y nos acordaremos de mucha gente ausente para la que el Aberri Eguna era el día más importante del año.