Nuestra madre murió de ELA, perdóneseme que hable de lo mío. Fueron dos años de cruel agonía, pero que sirvieron a su vez para unir aún más a una familia de por sí unida y descubrir a nuevas personas como Amelia, que se volcó con ella. Falleció un día de julio sin que yo, que dormía en la cama de al lado, me diera cuenta de ello, hasta que nuestra hermana Edurne llegó a relevarme y me advirtió del deceso. Tardé mucho tiempo en librarme de la culpa, como si, tonto de mí, tuviera alguna responsabilidad en el fallecimiento de Tere, que así se llamaba. No lo puedo evitar, aún le doy vueltas a aquella noche.

Compareció anteayer Juan Carlos Unzué en el Congreso de los Diputados de España y reprochó que solo asistieran cinco diputados a su exposición. Dio con ello carnaza a muchos medios, ávidos de titulares sensacionalistas, que pusieron el grito en el cielo sin ni siquiera indagar si los miembros de la comisión parlamentaria correspondiente estaban en ese momento en su circunscripción electoral, a centenares de kilómetros, despachando con otros colectivos, o en otra reunión acordada desde semanas antes. Y es que no todos los grupos parlamentarios disponen en su seno de decenas de miembros para cubrir todos los compromisos.

No es este un reproche a Unzué –faltaría más–, ni a muchísima gente que, como él, realizan una labor ingente para dar visibilidad a una enfermedad como la suya y pelean para que los enfermos y sus cuidadores tengan mejores condiciones de vida. Pero ha llegado el momento de que advirtamos del perverso uso que mucha gente –demasiada gente– hace del sufrimiento. Uno empieza a estar harto de la banalización de las mal llamadas enfermedades raras. De los actos de solidaridad organizados por supuestos solidarios que, a mayor gloria suya, terminan por llevarse una considerable tajada. Por poner un ejemplo. Resulta muy incómodo escribir sobre la cuestión, pero ha sentido uno la imperiosa necesidad de hacerlo.