No fue el de ayer un buen día para UPN. Les pilló el desayuno con la noticia de la moción de censura en Iruñea, pero horas antes se conoció el archivo de la causa iniciada hace tres años contra el entonces consejero navarro de Geroa Bai Manu Ayerdi, a raíz de una querella presentada por ellos en el Tribunal Supremo. Alegan desde el partido de Javier Esparza que todo se debe a un error judicial, pero saben mejor que nadie que en el fondo no había nada. Sólo sus ganas de enredar, de enmerdar, de acosar. Como siempre, la noticia ha ocupado en los medios un espacio muchísimo menor que el que ocupó en su día la repugnante campaña iniciada contra Ayerdi hasta que consiguieron su dimisión, pero es esa la práctica habitual de quienes buscan carnaza sin escrúpulos: se les olvida contar el desenlace con la importancia que requiere, sobre todo cuando este no es de su agrado.

El caso nos sitúa en la necesidad de reflexionar sobre una cuestión incómoda. Aunque fuera una postura impopular, ya en su día nos lamentábamos de la decisión que habían adoptado la mayoría de los partidos políticos de forzar en su seno dimisiones sólo con la admisión a trámite de querellas infundadas, presentadas con evidente mala baba. Advertíamos entonces que se estaba dejando en manos de políticos, medios, fiscales y jueces de dudosas intenciones la batuta de la vida política. Tal proceder, el de las dimisiones, podía ser entendible en un ambiente de grandes escándalos de corrupción como los que se vivieron en aquella época, pero se ha demostrado frecuentemente injusto. Aquí en Gipuzkoa hemos sido también testigos de persecuciones inadmisibles a exalcaldes –y sus familias–, que han pasado años terribles sólo porque hubo quien pensó que el atajo de los juzgados le podía salir bien. Lo triste es que les salió bien, pero no porque obtuvieran condenas a corruptos. Les salió bien porque en el camino consiguieron hundir a sus adversarios políticos, en muchas ocasiones gente honrada.