A las puertas del Alderdi Eguna, se percibe un ahínco especial por parte de los jelkides para movilizar a sus seguidores. Habrán influido en ello, tanto los resultados obtenidos en las recientes citas electorales –amén de la cercanía de una nueva–, como la alicaída fiesta del año pasado. Para la movilización, está el partido recurriendo, entre otras actuaciones, a la épica del pasado, cuestión que los observadores un tanto frikis agradecemos, ya que nos da la opción de revivir acontecimientos como aquella cita de Aralar de 1977 y repasar imágenes que hablan mucho acerca de la historia del nacionalismo vasco, no sólo la del PNV.

Nos equivocaríamos, sin embargo, si atribuyéramos (únicamente) a un estado de ánimo el decaimiento en la asistencia al evento de Foronda. Entre otras cuestiones, porque bonanzas electorales más o menos recientes tampoco se han correspondido con grandes multitudes como las de décadas atrás. Pinchazos en asistencias se suceden en nuestro entorno de manera frecuente, independientemente de la (aparente) fortaleza de los movimientos políticos y sociales que convocaran los actos. Recordamos con cierta melancolía aquellas campañas en las que el velódromo de Anoeta era testigo de una curiosa pugna entre partidos, que han dejado ya atrás los grandes espacios como práctica habitual de mitineo.

Asistimos en el fondo a un impresionante cambio social que está arrasando con (casi) todo, no sólo con una manera determinada de vivir la política. Hacen bien los jelkides en mantener su fiesta y tratar de fortalecerla; pero, para evitar disgustos, deberían asumir –si no lo han hecho ya– que aquellos lustrosos tiempos no volverán. Dicen los expertos que la nostalgia no es mala, que interviene como un almacén de emociones positivas que ayuda a afrontar mejor el futuro. No soy nadie para discutirlo. Sólo matizaría que, como en tantas otras cosas, el problema tal vez esté en la dosis.