Durante décadas he mantenido una actitud moderada y ponderada en torno a las posturas críticas que emergían contra las políticas de euskaldunización aquí puestas en marcha gracias a un gran impulso social, pero también debido al encomiable liderazgo institucional del lehendakari Garaikoetxea y el consejero Etxenike, entre otros muchos. Recibía por ello acusaciones de melifluo, que no era más que una fórmula sutil de llamarme pusilánime y blandengue.

Respondía yo que el euskera necesitaba sosiego y que, además, debíamos saber empatizar con aquellos sectores que mantenían actitudes recelosas, para así ir construyendo consensos cada vez más amplios. En definitiva, que no cabía tachar como enemigas del euskera a todas y cada una de las personas que alzaban la voz poniendo en cuestión algunas decisiones que se adoptaban para la recuperación de nuestra lengua. Lo cierto es que sigo pensando lo mismo. Considero que es esa la vía a seguir y que, a pesar de indudables carencias y enormes dificultades, el balance es positivo, casi milagroso si situamos el foco a cierta distancia.

Todo ello no es óbice, sin embargo, para manifestar la náusea que produce la campaña que emerge ahora contra el euskera desde ámbitos periodísticos, judiciales, sindicales y políticos. Algunos de estos últimos, además, sedicentes izquierdistas y federalistas que en esta materia no tienen nada que envidiar de la derecha carpetovetónica que históricamente capitaneaba aquí su causa. Para negarnos nuestros derechos, cínicamente apoyan sus discursos y estrategias en jueces que en el resto de las materias les parecen fachas sin escrúpulos. Son gentes a las que en el mejor de los casos el euskera les importa un pimiento y en el peor todos sabemos qué es lo que desean. Por muy paradójico que parezca, la apuesta por la moderación, el consenso y la transversalidad pasa indefectiblemente por desenmascarar a esta cuadrilla jacobina y españolísima con la que no hay nada que hacer.