Celebra el Guggenheim de Bilbao su 25º aniversario y se suceden balances de la historia de este museo, cuya construcción tanta polémica levantó cuando se anunció. Lógicamente, la satisfacción es casi unánime, aunque tampoco faltan quienes subrayan aspectos no tan positivos que conviene enmendar. El arte, el urbanismo, la economía y el turismo son, entre otras, materias que se entremezclan en los análisis que alcanzamos a leer. Con todo, se queda uno con Joseba Zulaika y sus aportaciones –también su evolución- durante este medio siglo. El antropólogo de Itziar escribía atinadamente hace tiempo que lo que las ciudades buscan ahora es un edificio dotado de una atracción sexual capaz de despertar el deseo de las masas y que, además, sea un museo.

En el bando de los eufóricos destacan aquellos que restriegan su postura con machacona insistencia a quienes se opusieron entonces al Guggenheim. En muchos de los casos les recuerdan con actitud justiciera que también estuvieron en contra de otras iniciativas como la del Metro de Bilbao. Ciertamente, parte de razón les asiste, porque pulula demasiada gente que se opone a casi toda nueva propuesta que emana de las instituciones dirigidas por el partido aquí mayoritario; pero preocupa la retórica tramposa de quienes tratan de utilizar tales antecedentes exitosos para afear cualquier postura crítica hacia nuevos proyectos.

No dejan de representar dos caras de la misma moneda. Las de quienes, a favor o en contra, actúan siempre por consigna, nutriéndose de rígidos argumentarios. Frecuentemente protagonizan además sonrojantes cambios de postura, realizados solo porque las dirigencias políticas han decidido emprender ciabogas en función de sus nuevos cálculos e intereses. Resulta preocupante la falta de criterio propio. Parece evidente que demasiada gente entiende la militancia como un ejercicio de obediencia en el que los de arriba de entre los suyos les liberen de pensar.