Terminó su discurso matinal Iñigo Urkullu el pasado jueves y los representantes de EH Bildu se apresuraron a subrayar la “renuncia histórica” del lehendakari a un nuevo estatus político. Conjeturamos en aquel momento que podría tratarse de un arranque hiperbólico, propio de quienes se ven obligados a atender a los medios al instante de salir del hemiciclo, sin apenas tiempo para una reflexión más sosegada; pero a la tarde Maddalen Iriarte incidió en el reproche, hasta tal punto que llegó a preguntar a un atónito Joseba Egibar si aún defiende el derecho a decidir.

Paradójicamente, los socios de EH Bildu en Catalunya están siendo víctimas de similares acusaciones por parte de sectores independentistas, entre ellos uno de los tres partidos catalanes que acudió como invitado al Alderdi Eguna del domingo. Paradójicamente, la respuesta de Pere Aragonès y ERC ante tales embestidas también suele ser muy similar a la que los jelkides acostumbran aquí a esgrimir: no existe renuncia alguna, ténganse en cuenta las experiencias pasadas, y si en las circunstancias actuales tienen ustedes una propuesta factible, pónganla encima de la mesa.

Ciertamente, el lehendakari podría haber optado por hacer alguna mención a la cuestión, aunque fuera a título de inventario, pero tal vez eligió deliberadamente su omisión para reconocer implícitamente que no habrá novedades al respecto durante el curso recién iniciado. El presidente catalán ha preferido esta semana el brindis al sol, predicando el bien y proponiendo una vía, la de Quebec, de imposible materialización a estas alturas. No dejan de ser dos maneras distintas de asumir lo mismo: la cruda realidad. Ante la, al parecer, inevitable ruptura en el independentismo catalán, queda por ver cómo se posicionarán los de aquí respecto a los de allá y, sobre todo, qué argumentos utilizarán para ello. Parece evidente que la política hace extraños –amén de paradójicos– compañeros de drama.