Han puesto el nombre de su exmarido en la esquela. El ataúd lo han llevado los de su cuadrilla. A ver a quién le ha dejado el piso de Amara y los pinares. La misa la ha celebrado el franciscano porque era su tío. ¿Has visto el ramo de la empresa? Su cuñado estaba solo en las filas de atrás. Había mucha gente en el tanatorio. Me ha sorprendido que su nuera haya comulgado. Van a hacer funeral civil. Han venido sus primas de Eibar. Le han bailado el aurresku porque fue dantzari. Un hijo con chaqueta y el otro en bermudas. Creo que la van a incinerar. No se hablaban, pero cómo lloraba su hermana. El organista es bueno.

Debo reconocer que van de esa guisa las conversaciones que mantenemos en nuestro entorno cada vez que fallece alguna persona conocida. O no tan conocida, todo hay que decirlo. Parece evidente que aquellos ritos funerarios vascos recogidos e investigados hace más de medio siglo en Aulesti por William Douglass en su obra Muerte en Murélaga, que las argizaiolas, gaubeilas y elizbides de antaño han dado paso a otra manera –tal vez más frívola y chismosa– de afrontar el asunto cada vez que doblan las campanas o el móvil nos notifica novedades, que también en esto estamos cambiando. Pero en el fondo pervive esa extraña atracción, no hacia la muerte pero sí hacia su ritual.

Es por ello por lo que no debe sorprendernos que toda la pompa montada en torno a Isabel II haya tenido audiencias inmensas, también entre nosotros. Aunque nos quejemos del empacho. Y si cotejamos los temas que han estado en boca de tertulianos, analistas y supuestos expertos durante la última semana con lo que nosotros comentamos cada vez que despedimos a alguien más o menos cercano (vuelva el lector al primer párrafo), llegamos a la conclusión de que siendo incierto si la muerte nos hará iguales, parafernalias aparte, los funerales cuando menos nos hacen a todos bastante parecidos.