El gran consumo televisivo se produce sobre lo que llamamos televisión generalista o convencional. Son televisiones de formatos repetidos hasta la saciedad, en un ejercicio de hábitos aceptados por el gran público, que consume casi 300 minutos de este tipo de televisión. Este modo de entrar en las parrillas permite a los consumidores identificar a los profesionales que hacen un ejercicio de auténtica comunicación entre audiencia y constructores de la realidad mediática del día a día. La conexión entre unos y otros asigna y fija programas a distintos profesionales del medio. Risto Mejide es un viejo conocido que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. Con estilo personal y un tanto arisco, procede del mundo de la publicidad y lleva un tiempo saltando de un programa a otro, en un ejercicio de metamorfosis que le permite transitar desde Got Talent hasta el sillón de Chester, más un magacín de tarde, Todo es mentira, en Cuatro. Esta descolocación programa/presentador es poco aconsejable, pues la tele busca imágenes, estilos, modas, y variados personajes que den dinamismo y ritmo a los distintos espacios que se ofrecen. La tentación de colocar al mismo presentador en programas distintos es ejercicio poco aconsejable ya que deben evitarse confusiones y fugas de audiencias acostumbradas a ofertas poco sometidas por la dinámica del cambio. Esta modalidad de asomar hasta en la sopa mediática es sinónimo de pobreza y escasa variedad alicorta. La función de entretenimiento asignada a la tele se incumple si los programadores echan mano de profesionales talismán que arrastran la programación de mala manera. La tele de nuestros días requiere actuaciones corales, presentadores variados y empáticos, y habilidosas estrellas mediáticas que alimentan nuestros ocios en la era digital.
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