Carter es el primer presidente estadounidense que recuerdo, de la misma manera que Breznev es el primer soviético. Aquel mundo con solo canal y medio, radio y prensa y revistas y para de contar, era mucho más opaco que el actual, pero también te daba para enterarte de cosas, como de que Carter era el rey del cacahuete y que sonreía mucho, al contrario que Breznev, que era la perfecta encarnación de la imagen del soviético malo. Carter, al parecer, caía bien a todo el mundo, aunque ahora, unos días después de su muerte a los 100 años, no pocos le hayan tildado como uno de los peores presidentes de la historia de los Estados Unidos. En los propios Estados Unidos, claro. Es lo que pasa cuando miras desde fuera, que lo mismo te cae bien un tipo porque sonríe mucho y en el fondo en su país es todo un zopenco que no da pie con bola. No sé si es el caso de Carter, pero sí que es algo habitual y comprensible. También al revés: el que desde fuera es visto como una arpía y del que desde dentro no se tiene, o al menos no en tan extendida medida, esa sensación. Puede que pase con Putin, del que jamás sabremos la realidad –ni para bien ni para mal– del apoyo que tiene entre el pueblo ruso. Es complejo asir conceptos simples con un par de adjetivos o una imagen. Seguro que quienes veíamos en el anciano Carter a un personaje tierno y amigable no pensábamos lo mismo que quienes vivieron bajo su mandato. El asunto es que el presidente reciente con la cara más amable –aunque Obama también es un especialista en sonrisas– muere a los pocos días de que se de inicio al segundo mandato del presidente más defenestrado de la historia fuera de Estados Unidos, más incluso que Bush hijo: Donald Trump. Un personaje polémico y excesivo y peligroso al menos desde fuera, pero que desde dentro ha ganado dos elecciones y una a punto. Las causas de eso sí que hay que estudiarlas bien. Dentro y fuera.
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