Una de las cosas chungas de ser famoso tiene que ser saber que cuando palmes tu autopsia se la van a leer a unos 10.000 kilómetros de donde palmes mientras untan patatas fritas en ketchup, comentando que si esto que si lo otro. Chunga para el famoso o famosa, y chungo supongo para la familia y entorno de los susodichos, que tienen que apencar no solo con la pena sino con todo el revuelo que trae detrás una muerte apetitosa para los medios y el público. Como no podía ser de otra manera, está pasando con el bueno de Matthew Perry, actor que falleció la semana pasada, mundialmente conocido por su papel en la serie Friends y que pasó media vida batallando contra varias clases de adicciones. Pues ya se ha hecho público que no consumió ni esta cosa ni la otra, pero la causa oficial de su muerte puede que no se sepa hasta dentro de cuatro o seis meses. Pero se sabrá. Cuando mueren personas así, bastante jóvenes –Perry tenía 54– y con historial de adicciones, todos los comentarios suelen apuntar hacia sobredosis provocadas o accidentales, sin mucho espacio a que simplemente sus corazones hayan dicho basta tras muchos años de pelea contra los excesos. Pasó también hace poco con la gran Sinéad O’Connor, fallecida en verano a los 56 años tras unos últimos 30 marcados por problemas de salud mental. Al parecer no hubo sustancias ni nada especial alrededor de su fallecimiento, pero instantáneamente todas las especulaciones se dispararon, aunque en el caso de la irlandesa la autopsia efectuada no se ha conocido, no sé si a causa de la legislación británica o a petición propia de la familia o porque las autoridades no están repletas de chismosos. En Estados Unidos esto es prácticamente imposible: en el 99% de las muertes de gente célebre te enteras si quieres con pelos y señales de las causas y del cóctel de cosas que llevaban encima o enfermedades previas que tenían. Forma parte del show.