Cada vez que muere un actor de cine, una de las estrellas de la época dorada de Hollywood, nos sentimos un poco concernidos, un poco afectados, no hasta el punto de llorar de pena por su pérdida, pero sí en el sentido de que la noticia activa en nosotros una nostalgia ajena, una nostalgia de cosas no vividas, recordamos con tristeza aquellos años en que el recién fallecido estaba todavía en su plenitud.

Hace unos días, cuando me enteré de la muerte de Robert Redford, yo tuve una sensación similar. Entonces empecé a pensar en sus películas, volví a ver unas cuantas y me di cuenta de que las más logradas eran aquellas en las que Redford montaba a caballo en algún momento, aquellas historias ambientadas en plena naturaleza, en grandes espacios abiertos donde él entraba en contacto con los animales.

Sí, es cierto que también brilla en relatos de ciudad, en thrillers políticos como Los tres días del Condor, Todos los hombres del presidente o El candidato y, sin embargo, incluso en esos papeles que interpretó cuando mejor aspecto tenía, se aprecia algo de incomodidad por su parte, siempre parece que el actor, al saberse fuera de su elemento, va a despojarse del traje y de la corbata, a ponerse camisa, botas y sombrero de cowboy, y a huir del asfalto cabalgando a galope hacia las montañas.

Claro que, puesto a escoger un único film entre esos en los que Redford revela mayor autenticidad, me quedaría sin duda con El jinete eléctrico, una película dirigida en 1979 por Sidney Pollack en la que el californiano comparte protagonismo con Jane Fonda. Lo elegiría por la sintonía entre ellos dos, pero también porque cuenta la historia de un vaquero en declive, de un antiguo campeón de rodeos que, pasados sus años de gloria, se ve obligado a participar en espectáculos ecuestres a través de los cuales una gran empresa pretende publicitar cereales para el desayuno. Lo elegiría porque, ante el dilema de poder seguir trabajando para subsistir o ser coherente con sus ideas, no traicionar sus convicciones, el personaje encarnado por Redford opta por lo segundo, decide liberar al caballo de la tortura que supone para él dar vueltas a diario por un recinto cerrado con el cuerpo lleno de bombillas encendidas, devolverle su condición de criatura salvaje soltándolo en un valle de las Rocky Mountains.

Hay películas que nos gustan pero que envejecen mal. Hay otras, en cambio, que crecen con el tiempo, que empiezan siendo secundarias en la filmografía de un director o de un actor, y que más tarde, sin embargo, entran en comunión con una época concreta, con una coyuntura determinada, que encajan en ella por distintos motivos muchas décadas después de haber sido rodadas y estrenadas.

Es el caso de The electric horseman. Para entender a qué me refiero, basta con observar la última escena. Mientras suena de fondo Hands on the Wheel, el tema de Willie Nelson, se ve a Sonny Steel haciendo autostop en el arcén de una carretera rodeada de praderas y montañas. Acaba de dejar libre al caballo con el que se ha ganado la vida durante unos años, un Mustang valorado en varios millones de dólares, ha tenido un affaire con la periodista de televisión Hallie Martin, que ha cubierto la noticia para una cadena de Nueva York, y ahora continúa su camino hacia un destino desconocido, hacia cualquier “lugar donde no haya estado antes”. Sonny lleva consigo lo imprescindible, un pequeño hatillo y una alforja de cuero. Andando por la cuneta, Steel levanta el pulgar de vez en cuando, sonríe y saluda a los conductores tocando con la mano el ala de su sombrero. No tiene prisa porque no le espera nada ni nadie en ningún sitio. Sonríe porque sabe que alguien terminará parando, terminará llevándole, pero, sobre todo, porque está contento, y está contento porque ha hecho lo correcto, algo bueno para el caballo y algo bueno para él, para su conciencia, una acción con la que ha demostrado ser fiel a sí mismo, una acción con la que ha demostrado su talla moral, su estatura ética.

He ahí la cuestión, he ahí la razón por la que El jinete eléctrico mantiene su actualidad, toda su vigencia. En unos tiempos como estos en los que se falsea la verdad, en que se incumplen los compromisos y se falta a la palabra dada, en que el beneficio económico prevalece sobre los principios, el gesto de Sonny Steel liberando al caballo a costa de su empleo es un ejemplo para todos nosotros. Por eso, ahora que ha muerto, a mí me gusta recordar a Robert Redford haciendo de ese vaquero, porque, además, es un papel que él también interpretó en la realidad implicándose en causas justas, luchando en defensa de los espacios naturales, en la protección del medio ambiente. Me gusta la imagen de ese hombre que, sonriendo hacia los coches que pasan, no necesita poseer nada, ser dueño de nada, que tiene suficiente con un oficio, su dignidad intacta y las ganas de seguir viviendo.