El día antes de que el rey Juan Carlos I le nombrara jefe del primer ejecutivo de la Transición, Adolfo Suárez reunió a toda su familia para comunicarles lo siguiente: ”A partir de ahora, cuidado con lo que hacéis. Con quién os tratáis, quién os saluda en la calle, os recomienda un negocio o, simplemente, os invita a un café. No daré la cara por nadie. No me dejéis mal, ni a mí ni al gobierno del que estoy a punto de hacerme cargo.”

Si Pedro Sánchez hubiese sido tan previsor, hoy los telediarios solo hablarían de toros y termómetros. Ahora es inútil criticar a Sánchez por asuntos de corrupción. En ese aspecto, no hay mucho que lo distinga del resto de los presidentes de la era democrática, incluyendo al propio Suárez. Dejando de lado el aspecto ético, la corrupción es un problema derivado de la falta de profesionalidad y de preparación. Es ahí donde Pedro Sánchez fracasó. No fue consciente de la trascendencia histórica de su reto. Solo vio posibilidades y pluses laborales, el glamour kennedyano y el codeo áulico con las altas esferas de Bruselas. Pero no el peligro, ni el sufrimiento, ni la inagotable capacidad de los enanos para crecerle al más plantado.

El problema de Sánchez no es que se le hayan pinchado tres ruedas. Su defecto es la falta de liderazgo. No le culpo por ello, ya que el carisma siempre fue un bien escaso. Sobrecoge la naturalidad con la que en su entorno inmediato se cobraban las recompensas: colaboradores que reciben dinero de las constructoras y se divierten con prostitutas de lujo, un hermano que ocupa puestos directivos cuyas funciones dice desconocer, una esposa que se deja enredar en asuntos de cátedras universitarias y ONG. Obviamente, aquí lo que traiciona no es la naturaleza humana, sino la fuerza moral de un cabeza de lista.

En el fragor de una lucha partisana alimentada por la maquinaria del bulo y el poder amplificador de las redes sociales, se nos quiere presentar a Pedro Sánchez bajo una variedad de clichés conspiranoicos: psicópata que se aferra al cargo a cualquier precio, mafioso, vendepatrias, narcisista y manipulador que se hace fotos con Alexander Soros y conspira contra la unidad de España. Mi visión discrepa por completo de esta grosera línea editorial. Sánchez tan solo es un hombre que sufre las consecuencias de sus propias limitaciones personales. Y para nada quiere aferrarse al cargo. Todo lo contrario, tal y como están las cosas, le gustaría tirar la toalla. Incluso lo ha llegado a admitir en público. No hay más que ver su aspecto: triste y demacrado, envejecido prematuramente, defendiéndose con desgana ante las torvas filípicas de la oposición.

Son demasiados años de guerrilla en el ruedo ibérico: el vietnam catalán, el covid, los abucheos del 12 de octubre, los editoriales de El Mundo, los informes de la UCO, el descontento de los socios… No hay nadie que pueda soportar tanta presión. Cuesta imaginar que algo parecido pudiera haberle sucedido a un Suárez, un González o incluso al mismo Rajoy. Los otros presidentes también atravesaron campos sembrados de minas. Pero la masa enfurecida no se cebó en ellos del mismo modo que con Pedro Sánchez.

Sánchez desea dejar el poder. Pero no puede porque no hay opción. En primer lugar, no lo permite la actual constelación de fuerzas políticas. El día que baje el soufflé de Vox y todo el voto descontento sea reabsorbido por el PP, haciendo posible una alternativa de derechas, quizás. Hasta entonces, lo que toca es resistir. Nunca hubo mejor ocasión para que el promotor del famoso “Manual de resiliencia” ejerza con el ejemplo. Y no por cuestión de principios, sino en aras de la gobernabilidad. Esta no es el producto de un juego parlamentario entre diversas formaciones políticas que hacen campañas electorales y proponen diferentes modelos de sociedad basados en sus ideologías. La gobernabilidad es la consecuencia inevitable de situaciones de necesidad básica derivadas de aquello que algunos politólogos británicos, de un modo general, definen como los “intereses del pueblo”. Traducido al lenguaje de la calle: lograr, a cualquier precio, que los supermercados estén siempre abastecidos de macarrones y leche, y que en las gasolineras nunca falte el irremplazable y denostado diésel.

Pedro Sánchez no puede dimitir cuando quiera –mucho menos porque se lo exijan cuatro confidenciales en Internet–. Se irá cuando llegue el momento. En otras palabras, cuando exista una constelación favorable en la galaxia electoral y la carrera de fondo haya terminado. Los políticos profesionales no son otra cosa que maratonistas de la gobernabilidad. A no ser que revienten por el camino, al final siempre llegan a la meta.