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Demografía, inmigración y pensiones: el futuro que se juega hoy

Europa envejece, la natalidad se hunde y los flujos migratorios no serán eternos

Demografía, inmigración y pensiones: el futuro que se juega hoyCORPORACIÓN ARAGONESA DE RADIO Y TELEVISIÓN

Europa envejece, la natalidad se hunde y los flujos migratorios no serán eternos. Pensar el futuro exige algo más que aplazar la jubilación.

Una proyección reciente anticipa que la población vasca podría reducirse a la mitad antes de que termine este siglo. No se trata de una sorpresa: es la prolongación de una tendencia ya consolidada en gran parte de Europa occidental. Lo que sí debería sorprendernos es la persistencia con la que se sigue ignorando el problema o, peor aún, se lo aborda con soluciones de parche, como si fuera posible revertir un cambio estructural con retoques cosméticos.

La demografía no miente: menos nacimientos, más longevidad, y una pirámide poblacional que se ha dado la vuelta como un calcetín. Aun así, los gobiernos siguen insistiendo en políticas natalistas que –por decirlo sin rodeos– no funcionan. Dar cheques por hijo puede ayudar a aliviar ciertos gastos, pero no cambia el hecho de que muchas personas hoy no quieren o no pueden tener hijos. Y no por egoísmo ni por falta de valores, sino porque el modelo de vida actual lo dificulta seriamente. Si formar una familia significa precariedad, estrés crónico y conciliación imposible, es comprensible que muchos opten por no hacerlo.

Lo que ha cambiado no es solo la economía, sino también las mentalidades. Tener hijos ya no es una etapa natural del ciclo vital, sino una opción más entre muchas otras. El problema es que nuestras políticas siguen tratando de corregir el síntoma sin mirar el origen: un entorno social y laboral que hace inviable el proyecto familiar para amplios sectores de la población joven.

En paralelo, la inmigración –que debería ser parte central de cualquier estrategia demográfica realista– continúa atrapada en un debate superficial y altamente contaminado por intereses electorales. A estas alturas, ya deberíamos poder decirlo sin rodeos: sin inmigración, el relevo generacional no será posible. Europa necesita población activa. No por caridad, ni por multiculturalismo forzado, sino por una razón sencilla: o rejuvenecemos nuestras sociedades o las condenamos al estancamiento.

La historia muestra que las migraciones han sido siempre parte del motor de renovación de las sociedades. Sin embargo, el discurso público gira en torno a miedos inflados, no a datos. El verdadero problema no es social ni económico: es político. En lugar de construir consensos, algunos prefieren crear conflictos entre los que menos tienen, para que los que más tienen no se sientan nunca interpelados. La receta es conocida: “divide a los de abajo y vencerás sin despeinarte”.

Y todo esto se traduce, tarde o temprano, en la gran cuestión: las pensiones. Ese contrato tácito entre generaciones, donde los que trabajan sostienen a los que descansan. Ese equilibrio frágil, sostenido por una lógica piramidal que ya no se sostiene. ¿Cómo alimentar una pirámide si la base se encoge? La respuesta de los técnicos ha sido clara, y brutal: aumentar la edad de jubilación.

Podemos entender la lógica. Lo que cuesta más entender es el silencio con el que se acepta. ¿Hasta qué edad se supone que vamos a trabajar? ¿Setenta? ¿Ochenta? ¿Jubilación póstuma? Si la idea es que desaparezca la jubilación como derecho, lo honesto sería informar desde ya a los estudiantes desde la primaria.

Además, sería ingenuo pensar que los actuales flujos migratorios serán eternos. Los países de donde hoy provienen nuestros migrantes también evolucionan, y más rápido de lo que solemos imaginar. Llegará el día en que muchas de esas naciones necesiten urgentemente a su juventud para su propio desarrollo. Y entonces, los movimientos migratorios podrían invertirse: los descendientes de los actuales inmigrantes volverán a los países de sus padres, y quizá los nietos de los europeos de “pura cepa” tendrán que hacer las maletas y buscar su oportunidad en tierras más dinámicas. ¿Qué pasará entonces con los mayores que queden? ¿Quién sostendrá su vejez en sociedades aún más envejecidas y despobladas?

Pensar que siempre habrá un suministro ilimitado de mano de obra joven que acuda a salvarnos es tan cómodo como insostenible. No hay atajos duraderos: solo soluciones construidas con visión de largo plazo, cooperación global y responsabilidad intergeneracional.

Demografía, inmigración y pensiones no son tres debates distintos. Son un solo problema estructural que exige una mirada global. Pensar en soluciones aisladas —más natalidad sin condiciones, más años de trabajo sin debate, más o menos inmigración sin integración— es como intentar apagar un incendio con un vaso de agua: queda el gesto, pero no cambia nada.

Si de verdad queremos construir un futuro sostenible, habrá que combinar políticas valientes, realismo demográfico y un cambio de mentalidad colectiva. Y sí, también hará falta algo de pedagogía: explicar que el futuro no es algo que se hereda sin esfuerzo, sino algo que se diseña, que se trabaja... y que, de vez en cuando, conviene mirar con un poco de humor, para no perder la esperanza.