La temporada de huracanes del Atlántico está haciendo historia por una serie de motivos: Empezó bastante calmada pero en su fase final, el huracán Milton se ha convertido en el segundo que más rápidamente se ha intensificado en toda la historia de observaciones de estos fenómenos atmosféricos. Pasó de tormenta tropical a huracán de categoría 5 en sólo 24 horas, lo que significa que los vientos medios sostenidos aumentaron de unos 100 km/h a más de 250 km/h.
Dos son las características que producen al mismo tiempo una gran intriga y preocupación en la comunidad científica relacionada con la meteorología extrema en zonas tropicales. Por un lado, hasta esta década no ha sido muy habitual el proceso de rápida intensificación en el Golfo de México, cuyas costas además están especialmente pobladas, siendo mayor el posible impacto por exposición. En segundo lugar, si bien hay constancia de que la actividad ciclónica en toda la cuenca atlántica ha mantenido su tendencia al incremento, dado principalmente por el aumento continuado en el trimestre agosto-octubre, es relativamente poco frecuente que la intensificación rápida tenga lugar tan tarde en el año. Es cierto, por otro lado, que la actual transición a la fase fría de la Niña del fenómeno global conocido como ENSO, favorece la formación de huracanes de gran intensidad debido a la configuración vertical de la columna atmosférica en los primeros kilómetros.
En cualquier caso, los huracanes Helene y Milton no son eventos aislados y, de algún modo, reflejan un patrón en el que las tormentas tropicales ganan fuerza a un ritmo cada vez más acelerado en las temporadas de los últimos años. De los episodios que experimentan esa rápida intensificación, aproximadamente el 80% alcanzan la categoría de huracán intenso (vientos máximos sostenidos de más de 178 km/h) y, además, están asociados con los errores de pronóstico más altos. Como resultado, este proceso atmosférico puede conducir a escenarios desastrosos cuando las áreas costeras no reciben un aviso adecuado para evacuar y prepararse ante vientos, marejadas ciclónicas, tornados y precipitaciones extremadamente intensas.
Si bien en el caso de los dos últimos huracanes que han azotado a la península de Florida y el sureste de Estados Unidos (epicentro de la investigación mundial y la alerta temprana ante estos eventos tan destructivos), los avisos y el seguimiento y predicción han sido satisfactorios el impacto es aun con todo enorme.
Son centenares de víctimas mortales las de las últimas semanas. Por otro lado, Helene y Milton van a ser, sin lugar a dudas, dos de los desastres naturales más costosos en Estados Unidos en términos de pérdidas económicas durante las últimas décadas, superando entre ambos los 300 billones de dólares americanos. Es una cantidad equivalente al PIB anual de un Estado como Portugal, por poner estos números en contexto.
En Europa occidental, desde Galicia hasta Bretaña, pero también en el centro del continente, se han dejado sentir estos días los efectos del exhuracán Kirk, que ha avanzando por el Atlántico norte. Es otro que también ha llamado la atención a los climatólogos y que ha provocado también considerables efectos, como rachas de viento de más de 150 km/h en zonas elevadas del Cantábrico, aunque obviamente se haya quedado lejos de lo que han causado Helene y Milton.
Los científicos del clima relacionan todo lo anterior con temperaturas oceánicas más cálidas, que proporcionan la energía que las tormentas necesitan para intensificarse. Es evidente que surgen preguntas sobre cómo el cambio climático afecta la frecuencia, la intensidad y la imprevisibilidad de los huracanes. De los estudios rápidos de atribución que se han realizado estas últimas semanas hemos sabido que la precipitación asociada a Helene en estados como Carolina del Norte ha podido aumentar entre un 20 y un 50% como consecuencia del calentamiento global. La gran pregunta surge de hasta qué punto el contenido de calor en las primeras capas oceánicas de los mares tropicales, que son de récord este y el pasado año, así como la consiguiente evaporación oceánica, han multiplicado estos efectos tan devastadores. Comprender la evolución de la ciencia detrás de estos fenómenos e hilar más fino en esa compleja interacción entre océanos y atmósfera es hoy más crucial que nunca, a medida que una parte muy importante de la población mundial que vive en zonas de riesgo va a tener que prepararse y protegerse mejor ante lo que se avecina.