Se registra últimamente un agudo interés sobre la situación de interinidad de un número importante de empleados de la Administración Pública (más de un tercio a nivel de Estado). El tema no es en absoluto nuevo, pues todos conocemos jóvenes y no tan jóvenes cuya situación de interinidad o falta de fijeza, ya sea en el ámbito de la educación, la sanidad, o las diversas administraciones públicas, provoca una sensación de perplejidad y empatía.
Ha sido el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) el que, en respuesta a una cuestión prejudicial de un juzgado de Barcelona, ha suscitado intensas dudas interpretativas sobre el tema cardinal de la concesión o no de fijeza a los interinos de larga duración.
La cuestión no es baladí, pues el TJUE, que parecía decantarse en sentencias anteriores por la concesión de fijeza, parece haber matizado recientemente su posición, introduciendo la cautela de que solo recomienda esta solución en caso de que “no implique una interpretación del Derecho nacional contraria a la Ley”.
El tema es delicado, pues nuestro Tribunal Supremo se opone en principio a la conversión automática de los interinos en fijos, al considerar que contraviene los principios constitucionales de igualdad, mérito, capacidad y libre concurrencia que configuran el acceso a la función pública.
Aunque la institución de la oposición, inspirada quizás en el mandarinato chino como puerta de acceso al funcionariado, es relativamente reciente, el método ha calado profundamente en el carácter nacional como uno de los elementos básicos de nuestra estructura administrativa. Por su nivel de rigor y dureza ha sido denominado castizamente como la segunda fiesta nacional.
¿Cómo y por qué se adoptó el sistema de oposiciones como columna vertebral del reclutamiento de funcionarios públicos? Si nos remontamos al Antiguo Régimen, o sea hasta las postrimerías del XVIII y primeras décadas del XIX, la entrada era en general por enchufe o real capricho. Así, los puestos más altos, sobre todo, se los repartían la nobleza y las varias dinastías de funcionarios. Aquí tenemos que incluir al ejército, de modo que los jóvenes de alcurnia podían alcanzar medias y altas jerarquías con sus brillantes entorchados sin muchos méritos. Conviene, en otro ámbito, hacer una excepción con la Iglesia, que, a pesar de que también nombraba profusamente abades, abadesas, obispados, e incluso cardenalatos entre gentes de rancio abolengo, era algo más pragmática, permitiendo nombramientos ¡por méritos!. Recordemos al famoso D. Fermín de Pas, clérigo de humilde origen y magistral del cabildo catedralicio de Vetusta y enamorado imposible y atribulado en La Regenta.
Si comparamos estos injustos modos anteriores a la oposición, con sus denodados esfuerzos, reconocimiento de aptitudes, igualdad teórica y ausencia de privilegios, qué duda cabe que es mucho más equitativa la prueba de oposición, aun teniendo en su debe los excesos memorísticos, abuso de la teoría y escasez de experiencia práctica.
A finales del siglo XIX y primeras décadas del XX hubo en España un régimen de funcionariado muy vinculado a los diversos partidos políticos, de modo que existía lo que llamaríamos oficiosamente el cuerpo de los cesantes, esto es, funcionarios que, al perder su partido las elecciones tenían que recoger sus bártulos y quedarse a la intemperie. Fue curioso que en el conocido Diccionario Geográfico-Estadístico e Histórico de D. Pascual Madoz (1845), en que se describen sucintamente la mayoría de los pueblos de Navarra, se recogía la nota de que habían participado en la recogida de datos un contingente de los llamados cesantes, que así remediaban en parte su precaria situación.
De todas formas, debo aquí consignar que el método de la oposición con su rigurosidad es en gran parte una peculiaridad española, siendo sustituido en muchos países por diversos métodos en que se combinan: entrevistas, cartas de recomendación supuestamente objetivas, pruebas de ejercicio efectivo de la función por periodos de tiempo más o menos largo (7 años muchas veces), etcétera.
En el caso que nos ocupa es obvio que no es de recibo mantener las abultadas tasas de interinidad existentes, por ser injustas, desmotivadoras, contrarias a la estabilidad familiar y poco efectivas profesionalmente además. Por tanto, es urgente instrumentar soluciones que podrían, quizás, consistir no en admitir funcionarios por la puerta falsa, sino en encuadrar a los interinos de larga duración, de probada valía, en contratos laborales especiales con carácter de indefinidos dotándoles de: fijeza, remuneración adecuada, ascensos, conservación de su antigüedad y otros incentivos, y terminando así su precaria interinidad. Analista