Un cantante mejicano decía que tu huella del mundo se autoborra. Es cierto, aunque este desaparecer es común en toda la humanidad, pero perder, dejar de tener por culpa de un descuido, es insoportable. He perdido la mitad de una novela que estaba escribiendo. He intentado recuperarla de todas las formas que sabía y preguntaba, pero mi manuscrito se ha ido por los aires desconozco a donde; a la nube no, a otro lugar extraño donde las palabras no interesan y desaparecen. He pensado en mil “si lo hubiera” inútiles. El ordenador no es un tintero que retiene las palabras hasta que te pones a escribir sobre un folio. El ordenador carece de vida y se mueve de acuerdo a movimientos de nuestros dedos y hay veces que el dedo se equivoca y todo lo que guardabas en la cabeza desaparece. Perder palabras unidas y mas o menos organizadas, hasta hacerse una historia, es desesperante. Mi hija Miriam me decía que no dé más vueltas –llevo tres días intentando recuperar de la nube o los cielos enteros, mi novela– se ha borrado y punto. Para intentar serenarme, me ha contado que a un profesor de la universidad le robaron el ordenador con toda su tesis doctoral. Sin duda es un tema más serio. No me consuela aunque según mi hija , seguro que rehago la novela y me sale mejor. Tampoco es consuelo.

Mi tristeza sé que la han vivido muchos que leen ahora estas líneas, porque la tecnología es ajena a la voluntad. Antes, hace años, cuando se cortaba la luz de pronto, perdía capítulos enteros o artículos que escribía en ese momento. La impotencia era espantosa, porque Iberduero no me iba a indemnizar esa tragedia. Con el tiempo vas aprendiendo que hay que guardar todo lo que se escribe. Lo triste es guardar y no imprimir, el guion de una historia en una carpeta, y que esa carpeta deje de existir. Cuando muere ese cuadradito del ordenador, es como si el mismo ordenador te dijera, tu historia no merece ser vivida, es mejor que se muera. Así, con un sencillo murió, se terminó la historia.

El padre Arrupe decía: “Para el presente, amén y para el futuro, aleluya”. En adelante tendré el Himno de la alegría de música de fondo en lo que escriba.

Voy a resetear mi cabeza para pensar en otro tema. Junio es el mes de las peonías. Mis flores preferidas. Cuenta la leyenda que la ninfa Paenon se enamoró de Apolo, Afrodita, enfadada por los celos, convirtió a la ninfa en una peonía. Lo que la diosa no tuvo en cuenta es que es la mas bella de las flores. Significaba amor, riqueza, prosperidad, honor –en China y Japón– pureza y, algo muy necesario en nuestros días, regalar una peonía puede significar deseo de pedir perdón. Un gesto muy exquisito para nuestro foro político que ha elegido el insulto para ganar. Es curioso que un simple movimiento de labios, pueda transformar el significado de la más fea de las expresiones –hijo de puta– por el placer de degustar los más ricos alimentos de la naturaleza. A mi me gusta mucho la fruta: melón, manzana, ciruela, melocotón, uva, sandía… Quien cambió el sentido en un insulto vulgar tendría que mandar cientos de peonías a los que vimos la tergiversación de las palabras. Ha pasado el tiempo y me sigue molestando este extraño grito de guerra en una guerra que no tengo nada que ver. Esta señora, con insulto fácil, no sabría regalar una peonía blanca para pedir perdón por su incontinencia gestual. Una pena que no existan las peonías negras, para regalar un ramo grande a esta dama con tan poca sensibilidad. Regalaría peonías negras a diestro y siniestro, a un partido y a otro, porque es tal la diferencia de criterios que parece que nos gobierna un mandarín de la China y pretende ocupar su puesto un Atila sin fuerza.

Se me está pasando la angustia de perder mi novela. De vez en cuando, desfogarse y decir lo que uno piensa, aunque haya transcurrido el tiempo -en nuestro país estamos en un insulto permanente- produce bienestar. Pienso que para los mandatarios –más fácil decir políticos en general que personalizar tanto– debe ser duro intentar dormir cada día con una ahumada llena de rabia, corrupciones, mentiras, bulos y un numero indeterminado de bichos horribles que arañen la conciencia.

Mientras (qué envidia más grande), mi hermano Pablo y su mujer, Carmen, están en Samarcanda. Me envían fotos, vídeos y besos. Samarcanda, hasta el nombre es bonito. Cuando leí Las mil y una noches soñé con viajar, como Marco Polo, por la ruta de la seda. Hoy, al intentar dormir, sé que me envolverá la estela del mago de Aladino, las historias de amor más bellas de Oriente, un sultán enamorado y Samarkanda. Intentaré poner este lugar mágico en la novela que tengo que escribir.

Antes de terminar estas líneas , casi desesperadas, como los versos de Neruda, he salido en busca de una floristería y me he comprado cinco peonías rosas. Su delicado olor y su belleza frente a mi ordenador, me ayudarán a quitar de mi cabeza mi novela borrada. Intentaré volver a empezar, un deseo que en este momento me parece imposible. No, lo imposible jamás será posible. Quiero buscar nuevamente un folio en blanco y en el primer renglón pondré Samarkanda.

Periodista y escritora