Cuando nos vemos rodeados y abrumados por matanzas ocasionadas por otros seres de nuestra especie es fácil dejarse llevar por las emociones. Lo inhumano sería que masacres, limpiezas étnicas y genocidios no nos afectaran.

Sin embargo, creo que tras el espanto de las barbaridades, siempre conviene enfriarse e intentar ser tan frío y calculador como los perpetradores a la hora de buscar la mejor forma de denunciar y buscar justicia ante las atrocidades.

Lo malo del enfoque emocional o emotivo es que, sin darnos cuenta, puede llevarnos al fanatismo. El diccionario nos dice que el fanatismo es el apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones. Dicen que el mal periodismo sigue la máxima de que no dejes que la realidad te estropee un buen titular. Pues el fanatismo es igual en el terreno emotivo. No dejes que un análisis frío de la realidad te estropee una emoción que te hace sentir puro y en posesión del Bien con mayúscula. Decía Bertrand Russel que el principal problema de este mundo es que los tontos y los fanáticos siempre están seguros de sí mismos, mientras que la gente inteligente anda llena de dudas.

Voltaire, en su Tratado sobre la Tolerancia, aseveraba que cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable. Y así es. El fanatismo, con su deseo de imponer las propias ideas, otorgándoles el carácter de incuestionables, hace que desprecies a quienes opinan distinto y te puede llevar a tener una visión cuadriculada de las cosas: todo es sencillo: los perpetradores incluso pueden ser buenos si se alinean con tus emociones.

A los fanáticos, del tipo que sean, no se les ayuda con hechos. Los hechos son irrelevantes e incluso son descalificados ante la emoción. El conocimiento no consigue diluir emociones. Las matanzas no son buenas o malas según quien las perpetre. Se han de condenar de por sí solas, por sus víctimas, por las dinámicas que generan, y no en base a quién las perpetre.

@Krakenberger