Hay circunstancias que marcan para siempre las relaciones interpersonales. Compartir experiencias extremas es una de ellas. Encontrar entonces calma, lealtad, sensatez, rigor, templanza, un apoyo comprometido e inquebrantable, es la base de una sólida relación profesional. Pero además fragua una amistad indestructible. Un vínculo que renace en cada reencuentro, aunque las circunstancias profesionales o personales impongan alguna distancia.

Eso encontré, desde que le conocí, en José Antonio Ardanza Garro. Además de la figura institucional que perdemos, lamento la desaparición del amigo que siempre estuvo ahí. En enero de 1991 aquel hombre discreto, con la constancia cooperativa que le hacía tan especial, se empeñó en que fuese su consejero de interior. Tras aquellos ocho años su teléfono, la puerta de su despacho y las de su casa siguieron abiertas para mí.

En estas décadas hemos compartido reflexiones sobre lo divino y lo humano. Nos hemos acompañado en penas y alegrías y hasta hemos lamentado el languidecer de algunos valores que nos siguen pareciendo imprescindibles, invisivilizados por la “política líquida”. En ese contexto le acompañé en la evolución de la enfermedad que le iba apagando, la última vez hace unos pocos días. El pasado domingo su hijo Aitor le sustituyó para decirme que acababan de sedarle.

El lehendakari Ardanza siempre agradeció mis llamadas nocturnas, intempestivas y en demasiadas ocasiones marcadas por el dolor y la barbarie a la que nos condenó la violencia política que asoló Euskadi durante cinco décadas. Siempre cercano, atento, dispuesto a poner a mi disposición su tiempo, su sueño, su agenda y su energía. Cualquier recurso que pudiese ayudarnos a resolver un problema, despejar una dificultad o desbloquear un obstáculo.

Pero José Antonio, el amigo, añadió a esa disposición profesional otra aportación impagable. Se empeñó en que despejásemos, juntos, la tremenda sensación de soledad que siente quién carga con el peso de tomar decisiones en las que se barajan la vida y la muerte. En las que hay que aceptar que el margen de error es tan estrecho como el filo de una navaja y estar dispuesto a resbalar y asumir las consecuencias. En las que hay que huir de lo fácil, prescindir de los atajos que generan el aplauso a corto plazo. Porque colocan una bomba de relojería en la conciencia.

Así, el lehendakari Ardanza y el amigo José Antonio me ayudaron a superar momentos muy difíciles. Lo sentí en el abrazo con que me acogió en el pórtico de la Iglesia de San Vicente de Bilbao recordando el primer aniversario del asesinato de Joseba Goikoetxea. Pocos días antes y en vísperas de las elecciones que se celebraron en 1994, me había comprometido con él a seguir en mi cargo en la siguiente legislatura. Acababa de saberse que el comando Bizkaia, que acababa de desarticular la Ertzaintza, intentó matarme varias veces incluso tratando de colocar una bomba bajo mi coche durante la boda de mi hijo Asier.

Aquel día, al salir de la iglesia me ofreció rescindir el compromiso. Enseguida convenimos, con un gesto que valió por mil palabras, que el final de mi andadura al frente del Departamento de Interior no lo iban a decidir ni ETA, ni quienes durante tantos años protagonizaron el caso más grave de corrupción política y moral que ha vivido nuestro pequeño país en toda su historia. Así fue. Muy a pesar de quienes me hubieran matado y de quienes hubieran celebrado mi asesinato como celebraron otros. De quienes tratan hoy de cambiar el color negro de su siniestra “hoja de servicios” desde la cínica mercadotecnia de unas gafitas de profesor.

Por eso hoy, amigo y lehendakari, reivindico tu pasión por Euskadi, los valores que convierten tu legado en ejemplo a seguir y cimentan logros que impulsaste entre tormentas. Una forma de ser y hacer que es ya parte de la mejor historia del país próspero y de progreso que entre casi todos pusimos en pie y del que hoy disfrutan y presumen hasta los otrora expertos en destrucción. Un vínculo que siempre asociaré a aquel, mucho más que abrazo, que me confortó aquel frío 26 noviembre de 1994 en el pórtico de San Vicente.

Consejero de Interior del Gobierno Vasco designado por José Antonio Ardanza