El avance de la civilización consiste en que la fuerza es remplazada por la sutileza, la diplomacia y la hipocresía. La formación del ser humano y la configuración de las costumbres sociales son el resultado de un ejercicio de autolimitación. No se trata solo de evitar expresiones que ofendan; para que la convivencia sea soportable a veces es conveniente no decir lo que pensamos. Si entendemos por hipocresía la discreción, el derecho a reservarse la opinión, la libertad de no tener que decir la verdad, eso no solo no es un problema, sino que constituye una virtud muy beneficiosa para la vida común.

Defender la hipocresía como virtud cívica resulta especialmente adecuado en unos momentos en que asistimos a una preocupante degradación de la conversación política. Se trata de esa virtud que consiste en no expresar continuamente todo lo que se piensa sobre cualquier cosa. El avance de la civilización no ha consistido solo en liberar la expresión, sino en aprender a guardársela siempre que había que proteger algún bien mayor, por ejemplo, la convivencia. Tal vez una de las causas del actual radicalismo político y la correspondiente hostilidad en las conversaciones tenga que ver con ese exhibicionismo ideológico por el que nadie se priva de decir lo que siente o piensa en todo momento, que nos sintamos obligados a expresarnos continuamente sobre todo y que así se lo exijamos también a los otros.

Existe una forma de respeto hacia los demás que consiste en guardarse para sí mismo lo que se piensa de los demás o sobre la situación política. ¿Tan seguros estamos de que aquello que pensamos merece siempre convertirse en una máxima para todos y debemos hacérselo saber? Además de facilitar la convivencia, el no decir nos protege de la inspección, el control y la censura. Callando defendemos el espacio público, pero también nos defendemos frente a él, frente a los inconvenientes del exhibicionismo comunicativo.

Hay una conquista civilizatoria muy valiosa en la libertad de callar o, cuando esto no es posible, en la libertad de no decir exactamente lo que pensamos, sin que esto implique necesariamente mentir. Por supuesto que determinadas situaciones no admiten estilos diplomáticos –cuando estamos frente a la violencia o la imposición– pero hay otras muchas en que el respeto a la sensibilidad de los demás puede ser más importante que hacer valer nuestra opinión. Uno de los derechos humanos fundamentales es el de decidir qué dar a conocer y qué guardarse para sí, el respeto a la distinción entre lo público y lo privado, que sigue vigente incluso en la era de las redes sociales. La hipocresía puede ser una máscara engañosa, pero también una justificada protección de la intimidad.

Nunca fue tan necesaria esta virtud insólita para que nuestras conversaciones no se vuelvan imposibles

Si esto es así, deberíamos revisar la concepción que tenemos de la sinceridad, la transparencia y la autenticidad. La sinceridad no es decir siempre la verdad. Afirmaba Jon Elster que la hipocresía construye el mundo civil porque nos impide expresar las emociones que tenemos, no porque nos imponga expresar las emociones que no tenemos. Debemos saber cuándo tiene sentido dar a conocer algo de uno y cuándo no. Una persona sincera no debe ignorar que hay momentos en que conviene decir algo y otros no. La verdadera sinceridad ha de tener en cuenta los contextos; hacerse cargo de la situación en que las cosas dichas pueden unir o dañar, favorecen ulteriores comunicaciones o les ponen un brusco final. La mentira impide la comunicación, la hipocresía la hace posible.

Otro valor asociado a la sinceridad y que está sobrevalorado es la transparencia. Hay una apoteosis de la transparencia en el plano personal y en el político que trastorna las cosas. Respecto del primer plano, podemos estar seguros de que una persona completamente transparente no sería creíble, sino insoportable. Alguien sin secretos sería tan sospechoso como quien presume de no tener nada que ocultar.

Algo similar ocurre en el ámbito de la democracia. Por supuesto que la transparencia (entendida como publicidad o rendición de cuentas) es un valor irrenunciable, pero la democracia requiere también un espacio que, sin ser completamente público, tampoco es secreto. La democracia no es posible tanto si todo es secreto como si todo es público. La política no puede llevarse a cabo sin un cierto espacio de discreción en el que negociar y transaccionar para llegar a compromisos que no siempre son comprendidos por sus militantes y electores (o al menos no inicialmente).

El tercer valor es el de la autenticidad, que todos estimamos, pero que tomada en su radicalidad es un ideal irrealizable. Si todos nos entregáramos a nuestros impulsos, si dijéramos siempre lo que pensamos y sentimos, haríamos imposible la vida social. No estamos obligados a decir en todo momento lo que nos parece, sino a ponderar siempre los motivos para hablar o callarse. No haberlo entendido es la causa de que los líderes impulsivos tengan un prestigio excesivo, porque hay quienes creen reconocer en ello una prueba de autenticidad. En ocasiones se llega al absurdo de que el sentimiento descontrolado se presenta como expresión de autenticidad en políticos como Trump, Milei o Díaz Ayuso.

En la medida en que se trata de una capacidad por la que nos moderamos y autolimitamos, la hipocresía así entendida beneficia nuestra conversación democrática. Nunca fue tan necesaria esta virtud insólita para que nuestras conversaciones no se vuelvan imposibles en medio de un ensordecedor griterío de individuos que exhiben sus emociones descontroladas.

Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia