la semana pasada tuvimos que escuchar el disparate que supone tener que utilizar pinganillos en el Congreso. En esta afición de la política española por no pasar una sola semana sin que la polémica actual sea más absurda que la anterior, hubo quienes decidieron convertir en noticia que en una cámara de representación se pueda hablar una lengua oficial. Como si lo extraordinario no fuera que hasta ese momento no se hubiera podido hacer. El argumento estrella era sencillo: si todos los miembros del Congreso hablan español ¿qué sentido tiene utilizar otros idiomas? Y así, a bote pronto, puede tener cierta lógica; pero hay que rascar un poco más. Y es que en el parlamentarismo actual, sobre todo en el que se hace en Madrid, pensar que los diputados suben a tribuna para que les escuche el de enfrente es, directamente, un sinsentido. Los debates parlamentarios, especialmente los de las grandes ocasiones, se han convertido en un auténtico show en el que absolutamente todo, desde los gritos de las bancadas hasta los gestos de los oradores, está pensados para la audiencia.

No sé si este sucedáneo de sesión de investidura que nos ha hecho tragarnos Feijoó es una gran ocasión, lo que tengo claro es que cumple con cada una de las características que detallaba unas líneas más arriba. Diputados engorilados que gritan e insultan, bancadas que aplauden a su jefe prácticamente después de cada frase, intervenciones que más que un discurso son una concatenación de tuits con ánimo de resultar ingeniosos, réplicas y contrarreplicas leídas directamente de un papel y una sobreactuación que unas veces preocupa y otras, directamente, avergüenza. Vamos, lo que viene siendo un drama. Un Congreso mediatizado en el que no se argumenta, se actúa, es un parlamento que nos lleva a que se grite mucho y se escuche poco. Y en estas condiciones es muy difícil entenderse, pero eso, por desgracia, no hay pinganillo que lo arregle.