Desde que, el pasado martes 5 de septiembre, Carles Puigdemont hizo públicas sus condiciones para apoyar la investidura del presidente del gobierno de España, Pedro Sánchez, se escucha a diestra y siniestra el adjetivo “chantajista” para calificar, de forma despectiva, su forma de actuar.

Sin embargo, los politólogos estamos familiarizados con la expresión “potencial de chantaje”, introducida por Giovanni Sartori en su obra Partidos y sistemas de partidos (1976), la cual hace referencia a un proceder legítimo por parte de aquellas formaciones políticas sin opciones para gobernar, pero dotadas de una fuerza intimidatoria capaz de condicionar la acción política de los partidos con “potencial de gobierno”.

En el discurso citado, el expresidente de la Generalitat fija dos exigencias fundamentales para obtener su colaboración: que las Cortes Generales aprueben una ley de amnistía que exculpe a los condenados por la celebración del referéndum del 1 de octubre de 2017, y establecer una negociación cuyo fin ha de ser el reconocimiento del derecho de autodeterminación del pueblo catalán para ejercerlo por medio de un referéndum democrático que le permita, en su caso, declarar la independencia y erigir de nueva planta un Estado propio.

Fue, en verdad, una alocución con un notable grado de victimismo (en gran medida de naturaleza económica, aunque también social y cultural) que se sustenta en la derrota del Exèrcit del Principat de Catalunya frente a las tropas borbónicas el 11 de setiembre de 1714 y que se extiende hasta la actualidad; pero en la que se obvia que, a fin de cuentas, en toda contienda el perdedor es víctima porque no pudo ser verdugo.

Más allá de su posible constitucionalidad o inconstitucionalidad, en lo relativo a la amnistía a los encausados por el referéndum del 1-O, mi opinión es que cuando la justicia acompaña a la política, no hay justicia ni tampoco política.

Ahora bien, en ocasiones excepcionales la justicia se ve obligada a seguir a la política, y es inevitable que así sea, porque la función de la justicia es penalizar faltas en consonancia con el ordenamiento jurídico, mientras que la de la política es negociar y pactar para lograr la paz social. Es decir; en estos supuestos, es la paz social la que trae la justicia, no la justicia la que trae la paz social.

En cuanto a la pretensión de conseguir la independencia de Cataluña por medio de un referéndum sin modificar la Constitución de 1978, el argumento que acabo de invocar no opera porque afecta a un asunto de muy distinta naturaleza y trascendencia; y de mayor protección constitucional: “La indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles […]” (art. 2 CE).

En este sentido, la propuesta de Puigdemont de ampararse en el artículo 92 de la norma suprema del Estado para, si “hubiera voluntad política”, realizar una consulta sobre un hipotético derecho de autodeterminación de Catalunya no obtendría nunca los resultados que se pretenden dado que se trataría de un referéndum consultivo, no vinculante, y además en él habrían de participar “todos los ciudadanos” del Reino de España, no solo los de la nación catalana (art. 92.1 CE).

Con todo, la Carta Magna no especifica qué entiende por “la Nación española” (ni quiénes son “los españoles”). No son pocos en España los que no creen en su existencia, y son muchos más los que no se sienten parte de ella. Y es que con la identidad nacional ocurre lo mismo que con la identidad de género: se puede tener una, ninguna o una pluralidad; e incluso la opuesta a la que nos asignan al nacer y en la que nos socializan desde la infancia. En estas cuestiones no cabe admitir imposición de ningún tipo.

Aunque no lo manifestó en su intervención, Carles Puigdemont se haya en una tesitura equiparable a la de Pedro Sánchez en tanto en cuanto en este momento su poder de chantaje es máximo gracias a los siete diputados de Junts per Catalunya, imprescindibles para lograr la investidura. No obstante, de no apoyarla se arriesga a que si se celebran nuevas elecciones ese poder sea nulo. Así ocurriría de darse un trasvase de votos del electorado de centroizquierda hacia la derecha que le permitiese a esta alcanzar la mayoría absoluta; o a la inversa.

Mi consejo al presidente Sánchez, y a sus asesores, es que emprenda el diálogo que se le ofrece con espíritu abierto y empático; mas con la equidad y la solidaridad interterritoriales como horizonte. Porque el diálogo no obliga al acuerdo, pero sin embargo da una oportunidad a la resolución de los conflictos y siempre supone un avance. Estoy seguro de que quienes participen en él admitirán que los filósofos sofistas griegos tenían razón al afirmar que de cualquier materia se puede argumentar en un sentido y en su contrario… ¡Y con la misma fuerza! l

Politólogo