La última cumbre de la OTAN en Vilna ha tenido lugar cuando la guerra de Ucrania, iniciada en febrero del pasado año con la invasión del ejército ruso, acaba de sobrepasar este mes los quinientos días de duración, un número simbólico que es indicativo de la cronificación de una situación bélica que, por el momento, no tiene ninguna traza de que vaya a finalizar a corto plazo. Es lógico que en este contexto Ucrania haya sido la cuestión principal a tratar en la cumbre de la OTAN; que en esta ocasión ha tenido lugar en la capital lituana, a escasa distancia física de donde se están desarrollando las operaciones bélicas y en uno de los países bálticos localizado territorialmente en un área limítrofe con los Estados implicados en el conflicto bélico, lo que da cuenta de la especial situación que enmarca la realización de esta cumbre.

A pesar de que el proceso electoral (doble además, 28-M y 23-J) en el que hemos estado inmersos en estos últimos meses ha hecho que las prioridades de todas las formaciones políticas y de los medios estén centradas casi de forma exclusiva en las cuestiones electorales y, en consecuencia, no haya habido hueco para ocuparse de otros temas, ello no debe impedir que dediquemos también algo de atención a hechos, como la reciente cumbre de la OTAN, que inciden de forma determinante en nuestra vida política. Además de polemizar acaloradamente sobre el voto de Txapote, las andanzas de Frankenstein y las incidencias de Correos, también es preciso dedicar algo de atención a las cuestiones tratadas en la cumbre de Vilna, que no nos son ajenas.

Una primera consideración a realizar sobre la cumbre de Vilna hace referencia a la recuperación del protagonismo de la OTAN, que había quedado muy diluido en los últimos años y que en esta cumbre (así como también en la anterior de Madrid el pasado año) ha sido reafirmado. A ello ha contribuido, más que ninguna otra circunstancia, la política desarrollada por el Kremlin desde que se adoptó la decisión de invadir el territorio ucraniano, lo que ha abierto un nuevo escenario político-militar en Europa que cambia por completo la situación que venía dándose hasta ese momento. Y que, por lo que se refiere al tema que nos ocupa, ha tenido el efecto inmediato de reactivar una estructura político-militar en la que ya habían surgido voces que cuestionaban su propia continuidad hasta el punto de hablar, con expresión gráfica, del estado de muerte cerebral en la que estaba sumida la organización militar de la Alianza atlántica.

Es un ejemplo de libro de cómo una política errónea puede conducir a unos resultados totalmente opuestos al objetivo que se pretende conseguir, que es lo que está ocurriendo en este caso. El problema es que los objetivos, por muy razonables que sean como sin duda lo es el tratar de impedir que una organización militar enemiga se instale en las puertas de la propia casa, no pueden conseguirse de cualquier forma; y en ningún caso mediante el desencadenamiento de una guerra de invasión de otro país, por muy fuertes que sean los lazos comunes entre ambos, que sin duda lo son. Menos aún mediante la torpeza y la ineptitud que ha exhibido el mando, tanto político como militar, de la operación de invasión del territorio ucraniano que ha conducido a la situación actual, en la que no sólo no se ha solucionado ninguno de los problemas que había en las relaciones ruso-ucranianas sino que se han agravado los que ya existían y se han creado otros nuevos más graves y difíciles de resolver.

El principal efecto de la operación protagonizada por el Kremlin no ha sido otro que el de activar un boomerang que se vuelve contra su propio autor, en este caso Rusia, cuya posición ha experimentado un serio debilitamiento como consecuencia de la aventura militar emprendida. Por su parte la OTAN, que estaba en situación de muerte cerebral hace año y medio, se ha reactivado, se ha ampliado con la incorporación de nuevos miembros –Finlandia y Suecia– y, lo más importante para sus intereses, se ha asentado firmemente, bajo la batuta de EEUU, en el espacio centrooriental europeo. La reciente cumbre de Vilna, más allá de otras cuestiones puntuales, ha servido para levantar acta de esta nueva situación, en la que Ucrania, además de sufrir más que nadie la tragedia de la guerra, se ha convertido en una pieza en disputa en la pugna entre las potencias en liza –Rusia y EEUU/OTAN– por la reordenación de las áreas de poder que se está produciendo en el territorio europeo.

Hace ya década y media –cumbre OTAN de Bucarest (2008)– se hacía una invitación a Ucrania (y también a Georgia, ambas con frontera directa con Rusia) para su integración, lo que era sumamente revelador de las intenciones expansivas de la alianza militar atlántica. La aventura militar del Kremlin ha proporcionado las condiciones adecuadas para poder hacer efectivos los planes que hasta ahora no habían podido ser llevados a cabo; si bien en la coyuntura bélica del momento presente es preciso evitar que la situación se descontrole, lo que sería inevitable si se fuerza una incorporación inmediata. Ello ha dado lugar a la articulación de una nueva instancia instrumental, el Consejo Ucrania-OTAN, mediante la que al tiempo que se evita la integración formal en la estructura de la alianza militar se institucionaliza una vinculación estable de Ucrania con la OTAN, lo que constituye una importante novedad de la reciente cumbre de Vilna.

Otra novedad a reseñar en esta cumbre hace referencia a la introducción del G7, que en principio es una instancia ajena a Ucrania y a la OTAN pero al que se reserva un papel activo como garante de la seguridad de Ucrania durante el periodo que transcurra hasta su integración en la alianza militar. De esta forma se soslaya la implicación directa de la OTAN en el conflicto bélico, que es lo que ante todo se quiere evitar, pero los países integrantes del G7, que al mismo tiempo son los que (salvo Japón) ocupan las posiciones decisivas en la estructura de la alianza militar atlántica, se comprometen a garantizar la seguridad de Ucrania. Esta posición, que tiene su plasmación en la Declaración común del G7, asociado esta vez a la cumbre, y que resulta novedosa por lo que se refiere a la presencia de un nuevo actor –el G7– se ve reafirmada por la adhesión a la misma de otros países (ocho inicialmente, entre ellos España) integrantes también de la OTAN; lo que introduce un nuevo factor a tener en cuenta en lo sucesivo.

No deja de llamar la atención, para finalizar, las referencias en la Declaración de la cumbre a China, así como la presencia destacada de otros países como Japón, Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur, que no parece que estén bañados por las aguas del Atlántico Norte, ámbito espacial que de acuerdo con su Tratado fundacional delimita el campo de actuación de la OTAN. Se trata de un planteamiento que desborda por completo el marco atlántico, al que de acuerdo con sus propios textos (y su propia denominación) se ciñe la OTAN, cuya finalidad principal no es otra que asociar a Europa, en particular a los países con mayor proyección política –Alemania y Francia; Gran Bretaña ya lo está a través del Aukus junto con Australia– a la política de EEUU en el Pacífico, que es donde este último está librando su batalla principal con su gran rival, China. Lo que, entre otros riesgos, comporta el de verse arrastrado a conflictos ajenos tanto para la Unión Europea como para los Estados miembros que la integran.

Además de para certificar la reactivación de la OTAN gracias a la insensata y criminal aventura militar rusa en Ucrania, la cumbre de Vilna, en la estela ya apuntada en la anterior cumbre de Madrid (2022), ha servido también para reafirmar la posición de predominio de EEUU en los asuntos europeos; lo que no es ninguna novedad pero pone de manifiesto, una vez más, la más completa irrelevancia de la Unión Europea, extensible a sus Estados miembros, en el propio escenario europeo y ante cuestiones, como la de Ucrania, netamente europeas. Después de Vilna (2023), hace falta saber si la OTAN, bajo el liderazgo incontestable de EEUU, va a ser también capaz de asociar a los dirigentes europeos para que ejerzan de acompañantes en los planes norteamericanos más allá del Atlántico Norte en el otro gran océano, el Pacífico, que es en este momento el escenario en el que están centradas de forma prioritaria las preocupaciones de EEUU en su confrontación con su gran rival chino.

Profesor