Me prometisteis colonias en Marte; en cambio, recibí Facebook”. Con esta declaración, Buzz Aldrin, astronauta del Apollo 11, expresaba su decepción con el presente de un EEUU que había perdido, según él, su ambición de transformación. Por esas mismas fechas, nuestros padres, como a Aldrin, nos hicieron una promesa. Y lo que es peor, ellos sí la cumplieron.

Los miembros de la generación X nacidos en Euskadi en los años 70 comienzo de los 80, crecimos rodeados de una obsesión: mejorar. Todo. Prepararnos más, construir nuevas infraestructuras, desarrollar nuestras instituciones. Comenzamos mi Ikastola con ilusión en el almacén superior de un supermercado... La reconversión industrial llegó, ETA ensombrecía nuestros días, pero el sentido de propósito compartido permanecía: “Hacer país”.

Un sentido de propósito es parte integral de la experiencia humana. Es una dirección con visión de futuro. Es diferente a una meta. Querer ser padre es una meta alcanzable. Pero ser un buen padre es un sentido del propósito. Algunos días uno se acerca más al ideal que otros, es un esfuerzo continuo.

Con el cambio de siglo la generación X entró en el mercado laboral con vocación interiorizada de seguir haciendo país. Pero nos encontramos con que disfrutábamos ya de un coeficiente GINI similar al escandinavo, la industria se había transformado y teníamos el Guggenheim como símbolo. El país ya estaba “hecho”. Lo habían hecho. La generación mejor formada de la historia descubría que, como Olentzero, el sentido de propósito era también cosa de ama y aita.

Los lugares más dinámicos del mundo presentan una característica común: un sentido del propósito. Existen varios modelos. Basados en competencias como el Modelo Nórdico que alinea recursos fácilmente, expresa una propuesta de valor y beneficios a los actores sociales. O el Global Hub con el que Singapur se posiciona en el mundo desde su salida de Malasia, para ser un nodo global de comercio e innovación.

Otros basados en valores e identidad, como el Manifest Destiny que orientó EEUU durante un siglo, crean un fuerte consenso interno y sentido de trascendencia. Aquellos basados en el estatus del país son muy visibles, como Il Sorpasso, retratado en la película de Dino Risi, el desarrollismo que guió la Italia de la postguerra, o el Start-Up Nation de Israel que significó remplazar el objetivo de mera supervivencia por un sentido de propósito más aspiracional basado en talento y progreso tecnológico.

No se trata de grandes experimentos sociales. Es simplemente una búsqueda de sentido, una dirección que permite alinear recursos, realizar proyectos transformadores y no caer en la inercia de la mera gestión. Italia logró Il Sorpasso, posicionándose de nuevo en el mundo como economía avanzada. Sin un nuevo sentido del propósito desde entonces, la inercia ha sustituido el impulso inicial.

Tal vez la búsqueda de un sentido del propósito inculcada a nuestra generación no sea ya necesaria. Sin embargo, estamos en el inicio de tres grandes cambios: el fin de la globalización como proceso sin repercusiones sociales en el mundo desarrollado, el cambio climático y los límites al crecimiento que impondrá la bomba demográfica.

Como señalaba el Premio Nobel Michael Spence, el proceso en el que los mercados emergentes participaban en la economía global especializándose en productos y sistemas de bajo valor añadido beneficiando a los consumidores de los países desarrollados, pero sin apenas afectar a estas economías más avanzadas, ha llegado a su fin. Hasta hace poco se podía afirmar que el efecto de la globalización en las economías avanzadas era benigno. Pero a medida que las naciones en vías de desarrollo crecen, sus sociedades escalan puestos en la cadena de valor añadido y producen el tipo de producto y servicios que hace poco eran competencia exclusiva de los países desarrollados.

La población mundial sobrepasará en 2050 los 9.000 millones. El total de la envejecida población de Europa y EEUU rondará el 15% del total. El Banco Mundial pronostica que, en una década, la suma de la clase media (aquella con capacidad de adquirir productos de consumo duraderos como automóviles o electrodomésticos) de las economías emergentes será más grande que el total de la población combinada de Europa, EEUU y Japón.

A esto añadir el reto del cambio climático y las limitaciones al crecimiento de los recursos del planeta adelantado ya hace 50 años en el informe de MIT que dio pie a la creación del Club de Roma.

Bruno Lanvin, profesor y director ejecutivo de Índices Globales de Insead, me comentaba recientemente que, al preguntar a jóvenes de todo el mundo sobre el futuro, la mayoría respondían que este era más complejo que el de sus padres. Sin embargo, al preguntarles sobre si veían un lugar para ellos en ese futuro, las respuestas variaban por procedencia. La mayoría de los jóvenes cree tener un papel en ese futuro, salvo aquellos de origen europeo, aquellas naciones cuyas sociedades ya no se compartía un sentido del propósito.

La convergencia de desafíos que viene requerirán no sólo gestión, pero también realizar transformaciones profundas. Rousseau exageró sólo un poco cuando dijo que cuando las cosas son verdaderamente importantes preferimos estar equivocados a no creer en nada. Sin un objetivo claro vertebrador como sociedad te arriesgas a la inacción o, peor aún, a que el espacio lo ocupen otras propuestas populistas.

Las reglas del mundo que prometía un bienestar sostenido han cambiado. Nuestra capacidad de generar riqueza y mantener la sociedad del bienestar puede depender en gran medida de generar un sentido del propósito vertebrador, aun a riesgo de estar equivocados. Vivimos en un nuevo mundo con una generación constante de información, pero con pocos contextos donde hacer algo con ella. Mucho ruido y poco propósito. Small is beautiful y los relatos integradores  son más fáciles de generar en pequeñas comunidades como la nuestra. Estado de propósito, estado de bienestar. l

Master en Política Económica y Doctorante University of Oxford. MBA por M.I.T. Miembro de la Fundación Arizmendiarrieta