Hace algún tiempo, Arantza, amiga familiar e hija de un gudari, me donó graciosamente un fajo de cartas, que el padre escribió desde la prisión a su familia entre los años 1937 y 1940. Son un verdadero tesoro, cuyo regalo agradezco y aprecio cual pócima sagrada para un druida celta.

Su aita se llamaba José Arzelus Goikoetxeta (Beasain, 8-9-1908-Donostia, 12-6-2006). Perteneció al batallón Saseta, cuyo comandante era Ander Plazaola Artola, hermano del ilustre jesuita Juan Plazaola, reconocido investigador de arte. Ander estuvo casado con la farmacéutica María Rezola, con botica en el barrio donostiarra de Gros, hermana de Joseba Rezola, vicepresidente del Gobierno Vasco en el exilio, y de Rufino Rezola, gudari, médico en Kanbo y representante vasco del Consejo de Galeuzca en Santiago durante la II República, años de estudiante de medicina en Compostela.

José Arzelus fue condenado mediante el consabido juicio-farsa a la pena de muerte, que sería conmutada por la de cadena perpetua. Tras pasar por las cárceles de Donostia, Santoña y el Puerto de Santa María, saldría en libertad atenuada el 3 de septiembre de 1940.

Las cartas, dirigidas a sus hermanas y madre, no reflejan ningún atisbo de crítica interna, pues eran leídas por la dirección y estaban selladas por la censura militar. Simplemente, revelan el quehacer cotidiano del preso, las perentorias necesidades de ropa, alimentación y dinero, el ansia de noticias externas y los sentimientos de nostalgia por la separación. Sin embargo, hay una que me llamó poderosamente la atención e, incluso asombro, aunque tampoco extrañeza. Está sellada el 18 de febrero de 1938 desde el penal de Santoña y en la portada aparecen las efigies de Hitler, Franco y Mussolini por este orden, como pueden comprobar en la fotografía adjunta. Bajo las imágenes tres gritos altamente simbólicos: !Heil Hitler!!Viva España! y !Viva L’Italia!. Incluso la palabra, tarjeta postal, se incluye en los tres idiomas, postkarte y cartolina postale. La tarjeta fue editada en una imprenta de Vigo.

Semejante documento muestra a las claras la nítida connivencia del régimen franquista con los otros dos regímenes totalitarios europeos, el nazi alemán y el fascista italiano. Por si todavía existe algún historiador revisionista que intenta edulcorar el franquismo negando su carácter fascista, esta sencilla tarjeta lo desmiente con rotundidad.

Este manojo de tarjetas es un tesoro y a la vez un aguijón de la memoria en un momento peligroso. Algún candidato a la presidencia del gobierno español, nacido en un pueblo gallego perteneciente a dos provincias y tres municipios, ha afirmado que derogará la ley de memoria democrática si alcanza tan alto cargo. Si a ello sumamos que gobernará previsiblemente en coalición con la ultraderecha heredera del franquismo, el peligro está servido en bandeja de plata.

No puede quedar impune la memoria de gudaris como José Arzelus. La memoria es un bien inmaterial comunal a preservar. Un pueblo sin memoria padece un alzhéimer colectivo y está a punto de desaparecer en el abismo insondable de la historia. No debemos dejar que nos la roben los ladrones de la dignidad ni tampoco que la muerdan los perros rabiosos de la desmemoria interesada.

En la llamada Transición, pretextando la amenaza real o ficticia de los espadones castrenses, se efectuó un complejo y bien diseñado encaje de la reforma pactada. Esta implicaba aparcar indefinidamente la revisión del pasado republicano, de la guerra civil, del exilio y de la represión franquista, en aras de una imperiosa reconciliación nacional. Se aplicaba el consabido tópico de guerra fratricida al conflicto provocado por los sublevados, achacándolo a la falta de civismo de los Pueblos del Estado, a la insuficiencia para la convivencia social, a la estulticia de la masa común y a la incapacidad congénita ibérica para el ejercicio de la democracia.

Esta vergonzosa y calculada estrategia produjo una ocultación de la memoria histórica colectiva, arropada bajo el manto de las bondades del nuevo régimen constitucional. La Transición democrática derrotó a las víctimas por segunda vez, al convertirlas de nuevo en víctimas del silencio y del olvido. Esta hábil operación cosió eficazmente el tejido social y no pudo ser contrarrestada por una minoría de historiadores que, una y otra vez, contra viento y marea, nos esforzábamos por resucitar de ese forzado letargo el pulso de la memoria.

Es cierto que una represión multiforme afectó a las capas más bajas del pueblo español, pero alcanzó una triple intensidad política, social y nacional, en los pueblos periféricos del Estado, en Catalunya, Euskal Herria y Galicia. En Galicia la represión fue un tumor permanente, silencioso y adherido al imaginario colectivo, que intermitentemente revive y aventa la ceniza de la memoria. Prácticamente no hubo guerra, como en Nafarroa, y los vencedores utilizaron tácticas de verdadero exterminio, selectivo en la desaparición de los reprimidos y sofisticado en la generalización de la psicología del terror.

En el Estado español aconteció un extraño fenómeno. Los fascistas vencedores, en el ejercicio del poder por la fuerza, se cargaron a todo animal racional bípedo viviente. Pero durante la instauración de la democracia, en aras de la convivencia cívica, exigieron respeto y tolerancia. Dos distintas varas de medir, sujetas a la conocida ley del embudo, que sabe aplicar muy bien el Estado español.

Los demócratas reivindicamos la memoria para hacer justicia, levantar la pesada losa del terror y del silencio y no sufrir un alzhéimer colectivo. La verdad puede resultar incómoda para algunos, pero el olvido mata y es un obstáculo insalvable para la salud y la dignidad de una sociedad.

La amnesia que acompañó a la restauración de la democracia y la falta de iniciativas para recuperar la memoria histórica engendró como resultado un empobrecimiento de la democracia y abonó el terreno a las tendencias autoritarias, que hoy asoman con fuerza. La recuperación de la memoria es urgente, pues la historia, a veces, no tiene tiempo para ser justa. Los usufructuarios sociológicos del franquismo y herederos ideológicos de los represores, en la actualidad en claro ascenso social y político, encontraron el camino de la memoria desbravado de justicia.

El derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación deben estar presentes en cualquier proceso de superación de un pasado lleno de violaciones de derechos humanos. No puede cimentarse el futuro sobre un pasado sin restañar. Las heridas, que algunos consideran cicatrizadas, siguen aún abiertas. Para que las heridas verticales de la memoria dejen de manar sangre hay que convertir sus cicatrices en las formas transversales que poseen los labios y besos, es decir, vendarlas con la verdad, con la justicia y con la reparación.

Es absolutamente imprescindible la apuesta por la memoria histórica y el combate contra la amnesia colectiva que propugna el opio de las conciencias, borra la memoria y siega la capacidad de transformación socio-política. Hay que implicarse a fondo en su reconstrucción, pues a la memoria nunca se le acaba el tiempo. Para algunos la memoria es una maleta demasiado pesada. Por eso, es necesario abrirla para aligerarla. El pasado es muy rebelde y tozudo. Siempre vuelve, a veces en forma de leyenda. En numerosas fosas y cementerios reposan los restos de nacionalistas, republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas y otros, muy a su pesar y contra su voluntad. No es cierto que vivamos para recordar, recordamos para vivir. Homenaje a José Arzelus Goikoetxeta. La memoria nunca muere.

Historiador