Cada 17 de junio se celebra el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía, que la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró como tal en diciembre de 1994. Sin ser un motivo de celebración, este día sirve para reivindicar y concienciar sobre la importancia del agua, o más bien sobre la otra cara: su ausencia.

Tal y como señalan las Naciones Unidas en una de sus publicaciones relacionadas con la desertificación y la sequía, mientras que “la desertificación es un proceso de degradación ecológica en el que el suelo fértil pierde su potencial productivo como resultado de la destrucción de la cubierta vegetal, la erosión, la sobreexplotación de acuíferos, la sobreirrigación, la salinización de las tierras o simplemente la falta de agua; por su parte, la sequía es considerada como una anomalía climatológica en la que la disponibilidad de agua está por debajo de lo habitual de una determinada área geográfica, no siendo el agua suficiente para abastecer a los seres vivos de su entorno”.

Unos 250 millones de personas sufren directamente sus efectos, mientras que unos 1.000 millones se encuentran en zonas de riesgo repartidas en más de 100 países, según las Naciones Unidas. Sus consecuencias no se dan por separado, sino que son una sucesión de efectos negativos que desencadenan en una devastación sobre las personas y sobre el planeta.

El cambio climático representa una de las mayores amenazas presentes y futuras a las que el ser humano se enfrenta. Sus consecuencias son innegables y lamentablemente visibles en forma de inundaciones, tormentas, sequías y procesos de desertificación imparables.

El pasado 13 de junio, la organización ecologista Greenpeace presentó el informe “La burbuja del regadío en España” con datos que alertan sobre la insostenibilidad del regadío en el Estado español. En dicho informe se dice que “en poco más de una década, las reservas de agua superficiales han bajado unos 10 puntos porcentuales de media y seguirá disminuyendo, según apunta la ciencia, por los efectos del cambio climático. La fuente alternativa no pueden ser solo las aguas subterráneas, puesto que el 44% ya están en mal estado y, las que quedan servibles, deben ser reservas de agua extremadamente bien gestionadas y controladas para el futuro. Por lo tanto, solo queda reducir el consumo. Teniendo en cuenta que casi el 80% del consumo va a regadío, parece evidente que es el primer sector con un recorte necesario. Desde 2004 a 2021, los regadíos –y solo los legales de los que hay datos– han aumentado al menos en una extensión de 536.295 hectáreas, o sea un 16%. Y, aunque esto ya parece insostenible, la planificación hidrológica Estatal, aprobada hasta 2027, sigue incrementando superficies de regadío en grandes cuencas como la del Ebro, Duero, Guadiana o Segura, ya afectadas por la falta de agua”.

En el caso de Euskadi, la situación es preocupante, aunque desigual entre las vertientes cantábrica y mediterránea, Así, en el sur-suroeste de Araba la situación de los cultivos es muy problemática, y la de pastos también, ampliable en este último caso a otras zonas. Ahora bien, a medio plazo y en el futuro la situación puede ser bastante peor. Según los estudios y los datos que maneja el Gobierno vasco, se prevé una reducción anual de la precipitación y, especialmente, durante los meses de verano, que en nuestro caso se calcula entre un 15 y un 30% para el escenario de final del siglo XXI. Las temperaturas máximas extremas a fin de siglo podrán subir entre 1,5 oC y 4 oC y las mínimas entre 1 y 3 oC. Este aumento térmico supondría una mayor evapotranspiración y menos disponibilidad de agua.

Ya no está en duda que el cambio climático es una evidencia, aunque hay quienes relativizan lo que está ocurriendo viviendo a decir que estas cosas, como la sequía, siempre han ocurrido, pero no es así, ya que lo que estamos viviendo ahora son cambios de interrupción súbita relacionados con el agua. Como ocurre con todo lo esencial para la vida, como el aire y el suelo, al intervenir de forma tan acusada en el ciclo hidrológico, tenemos que adaptarnos a ello y de forma muy rápida, porque ya vemos las consecuencias de los períodos excesivamente calurosos y secos, y con menos lluvia de lo normal.

¿Cómo podemos adaptarnos a este escenario? Con un cambio de mentalidad. Hay que aceptar la realidad y hemos traspasado nuestra disponibilidad de recursos hídricos. En el caso del Estado español, incluida Nafarroa, el 80% del consumo de agua va a regadío, y en base a ello parece evidente que es el primer sector con un recorte necesario. En Euskadi, es diferente, ya que la agricultura tiene un menor peso, con la excepción de Araba, donde las cantidades que se utilizan para regar son relativamente grandes, y el consumo anual de agua de la cuenca del Ebro, según la Confederación Hidrográfica del Ebro (CHE) es del 65%, que se utiliza fundamentalmente para patata y remolacha, y en menor medida, para los viñedos.

Por otra parte, hacen falta cambios estructurales e incentivar que se use menos y mejor el agua. La ciudadanía vasca algo de esto ya ha aprendido, teniendo en cuenta que Euskadi es la comunidad autónoma con menor consumo de agua en los hogares, concretamente 97 litros por habitante al día, es decir 36 litros diarios menos que la media estatal, según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), que tiene carácter bianual. Euskadi consumió ese año 117,2 millones de metros cúbicos, lo que supuso un descenso del 4,5% respecto a 2018.

La economía circular también debe tenerse en cuenta en la gestión del agua. Hay que entender que estamos ante un cambio de paradigma. Las crisis hídrica es uno de lo mayores desafíos que tenemos y es muy urgente encararlo.

Experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente