Tras un amago de abandono (llegó a decir que no iría más a televisión) el escritor, guionista, actor, director y ahora presentador Albert Espinosa se ha puesto a los mandos de un viaje en el tiempo, con forma de programa, que consiste en hacer el camino de la infancia de un personaje famoso desde el colegio a casa.  

La inmersión comienza con una mochila amarilla a la espalda (guiño a su primer libro) un llavero que colgar (regalo del programa) y una carpeta escolar decorada con recortes de los ídolos del cine, la música, el deporte y la tele de la época, que lo englobaba todo (otro regalo). Espinosa, que es un gran nostálgico al que el puto cáncer le jodió la rutina escolar, lleva una carpeta que conserva de su infancia y juntos visitan el cole del personaje famoso, vuelven al patio, a las aulas y, cuando es posible, se reencuentra con alguno de sus profesores. De momento, los actores Luis Tosar y Fernando Tejero, la cantante Rosa López o el extorero Jesulín de Ubrique, que ha intensificado sus apariciones en la tele allá donde le dejen, han realizado ya este Camino a casa emocional que incluye bocadillo envuelto en papel de aluminio (Tosar confesó que si sacaba buenas notas su madre le ponía uno de Nocilla y con malas, de membrillo) y que acaba en la que fuera la casa de infancia de ese famoso: a veces es un piso medio en ruinas y otras una vivienda ocupada por otra familia que no habrá dado su permiso para entrar. 

La idea del programa de La Sexta es tan buena como original, aunque peca de que todos los caminos a casa son prácticamente idénticos, con las mismas paradas, los mismos juegos y casi hasta el mismo guion en ese empeño marcado a hierro de sacar la lagrimilla del famoso, como si no conseguirlo fuera una derrota, a pesar de que la nostalgia puede tener mil formas, también de sonrisa o carcajada. Espinosa -aquí pide que le llamen Espi, como en el cole- lo apuesta todo a la lágrima (se define irónicamente como “un terrorista emocional”) mientras va dando golpecitos, pequeños pero continuos, en el corazoncito del famoso para provocar el derrame lacrimógeno.  

Pero a su vez, El camino a casa se realiza con el freno de mano echado, como si Espinosa fuera un profesor de autoescuela que deja conducir al alumno mientras lleva todo el rato el pie pegado al pedal de freno y le va indicando dónde ir, donde girar, donde parar sin que el famoso tome el control de su propio camino que, tras el corta y pega de la edición, se sirve envuelto de una melosa melodía que no cesa. Es como si el realizador pensara que los rostros y las palabras no son suficientes para traspasar la pantalla.  

Son solo un par de pegas a un programa que, por otra parte, es una gozada y nos regala momentos tan educativos y necesarios como cuando vemos a Espinosa cojear o quitarse la pierna para descansar mientras habla del cáncer que sufrió. Porque la vida duele.

Además, cuando el invitado se moja, cumple con el espíritu del formato y habla de sus miedos de infancia, de las necesidades en casa o de problemas como el bullying (que alguno sufrió) o de lo feliz que fue, porque no todo tienen que ser desgracias, el programa toma una nueva dimensión y nos permite volver a ser niños y sumarnos a ese camino a la salida del cole que teníamos olvidado en algún rincón de la memoria y que hacíamos cada día junto a amigos inseparables que un día, jódete, se alejaron o desaparecieron de nuestra vida. De eso va esto, de vernos cómo éramos de niños e intentar reconocernos.