Lo he vuelto a hacer. He vuelto a vaciar el bolso. Pero no hay forma. El modo en el que mi bolso se vuelve a llenar es un fenómeno equiparable al de la desaparición de los calcetines engullidos por la lavadora. Acostumbro a sufrir en silencio, más que nada por vergüenza pura y dura, ir escorada por el peso, aunque cuando dejo en custodia el bolsito de marras la pregunta es obligada: “¿Qué llevas dentro?”. Y miro y remiro para ver a qué puedo renunciar y todo lo veo necesario e imprescindible. De vez en cuando, a modo de terapia, cambio el bolso por uno más pequeño para verme obligada a sacar cosas y tiro los trescientos tickets de compra, papeles de caramelos y pastillas extraviadas que encuentro. Al peso, ni diez gramos pero visualmente da el pego. Con el bolso pequeño salgo muy ufana, hasta que revienta la cremallera. Y digo yo que lo del bolso debe de ser un reflejo de lo que tantas veces nos proponemos y no conseguimos hacer en la vida, deshacernos de lo que no es necesario para avanzar más ligeras. Si en vez de la cartera llevara un monedero o si el estuche del maquillaje lo dejara en casa, mejor me iría. También si me despojara de algunos recuerdos, rencores o prejuicios. Pero, también es cierto que un bolso vacío solo sirve para llenarlo y no siempre lo que viene es mejor.