A pesar de mi obligatoria incursión en el mundo de la educación nacionalcatólica en los años 60 y 70, con una segregación por género que el régimen reconocía como pedagógicamente eficaz más o menos con las mismos argumentos que 50 años después seguimos oyendo por sus defensores, nunca logré entender por qué la codicia no contaba como uno de los pecados capitales (uno de los curas de sotana que nos adoctrinaba en el catecismo decía pecados cardinales, como si fueran puntos de orientación y es que la moral que esos señores impartían era así de confusa). Porque aunque está la avaricia casi como sinónimo, yo sentía la codicia como un aumento: quien codicia lo material también emprende un viaje por la lujuria y los demás excesos. Leo estas semanas sobre los beneficios obtenidos por bancos y grandes energéticas (petroleras, eléctricas y demás), obscena constatación de que todo el proceso de contracción de nuestra capacidad económica y bienestar social va necesariamente ligado a que estas empresas, todo de manera ab-so-lu-ta-men-te legal, seguro, disminuyen sus prestaciones, cargan sus gastos en el cliente/esclavo y mantienen un constante crecimiento de sus beneficios en los tiempos en que más solidaridad haría falta. La codicia está en que hasta el último momento seguirán actuando así y permitiéndose aleccionarnos para que no dudemos de que se preocupan. Los bancos podrán pagar, reticentes, miles de millones de impuestos a su codicia, pero saben que esto es una mínima parte de lo que ya habían descontado llorando cuando pedían socializar sus pérdidas. Las ganancias, ya se sabe, siempre acaban en su bolsillo y esta espiral es parte sustancial de un sistema que mantenemos con nuestra inactividad. Hay semanas en las que en mi sueño hay plantadas ya guillotinas en la plaza.