Desde que el gobierno más derechista y exaltado que haya tenido Israel anunciase la expansión de nuevos asentamientos en Cisjordania a finales del año pasado, el recrudecimiento de la violencia entre palestinos e israelíes se ha disparado.

Las últimas sacudidas de las armas han dejado ya más de dos decenas de muertos y heridos en ambos bandos. Habitualmente los muertos palestinos engrosan una mayoría en la contabilidad macabra a la que también los ciudadanos israelíes suman los suyos.

La situación claramente favorece a la tercera fuerza política del Estado de Israel: el Sionismo Religioso, una alianza supremacista judía a la que le gusta el soniquete de “muerte a los árabes”. El Sionismo Religioso ha pedido a los ciudadanos de Israel que se armen. Uno de sus líderes, Ben-Gvir, ha sido condenado por racismo e incitación al odio. Su radicalidad es tal, que el propio ejército le eximió de hacer el servicio militar obligatorio.

Benjamin Netanyahu, primer ministro gracias a la alianza con los ultraortodoxos, prefiere que sean la Policía y el Ejército los que disparen. La estrategia visceral y de connotaciones bíblicas del “ojo por ojo” puede dejar ciegos a los ciudadanos. Algunos ya lo están.

Hace casi dos décadas conocí a Shifra Hoffman en Jerusalem. Shifra, ojos verdes, 74 años, elegantemente vestida, neoyorkina de Brooklyn, y con catorce años de residencia en Israel, me llevó a un sitio inusual para mí. Era la galería de tiro a la que ella acudía varias veces a la semana. Allí, con una pistola, disparaba a las dianas cuyos contornos dibujaban claramente perfiles de hombres árabes. Shifra justificaba el uso de armas, incluso contra los niños palestinos: “las piedras también matan”, sentenciaba.

Casi al mismo tiempo conocí también a Shireen Basha. Quería ser maestra y vivía en el campo de refugiados de Al-Amari en Ramallah. Con tan solo 12 años, sus ojos, grandes y vivaces, habían sido testigos del sufrimiento de los suyos. Su hermano Ahmed, sordomudo, llevaba viviendo seis años en la penumbra de una habitación desnuda. Sus esqueléticas piernas no le sostenían. Shireen me contó cómo un soldado israelí había ordenado a su hermano acercarse. Ahmed no le pudo oír y el soldado disparó. Dos disparos le dejaron tendido en el suelo por varias horas y en una cama para siempre.

Desde entonces poco ha cambiado la vida. La barbarie, si es que alguna vez abandonó lo que viene a llamarse Tierra Santa, ha vuelto otra vez a ensombrecer esa parte del mundo en que la paz es un milagro pasajero y el infierno una realidad permanente. El fanatismo religioso de una parte de la sociedad israelí parece imponerse sobre un pueblo culto y diverso que iluminó grandes transformaciones sociales y políticas a lo largo de la historia, pero que ahora está atenazado por el miedo.

Esta vez, como en otras tantas ocasiones, el desencadenante ha sido una “actividad operacional” en el campo de refugiados de Jenin, al norte de Cisjordania, donde el ejército israelí mató a nueve personas y dejó un saldo numeroso de heridos. Las fuerzas armadas también dispararon gases lacrimógenos contra el hospital del campo de acogida.

La espiral de violencia ha ido en aumento de forma vertiginosa con un atentado en una sinagoga que ha dejado otros tantos muertos en un suma y sigue letal.

Según el periódico británico The Guardian, 224 ciudadanos palestinos fueron asesinados en los territorios ocupados de Cisjordania que sufren constantes operaciones por parte del ejército y que no tienen otro objetivo más que la humillación hacia la población local.

La comunidad internacional observa mientras tanto impasible el desarrollo de los hechos: hace tiempo tiraron la toalla, enfrente tienen a un país poderoso –Israel– apoyado por los Estados Unidos. Y, además, está la guerra de Ucrania, y sus posibles consecuencias geoestratégicas y económicas. Así pues, con los palestinos pasa como con el enfermo del chiste que va al médico a explicarle que se siente invisible y este le responde con un “que pase el siguiente”.

Hasta ahora la comunidad internacional no ha lanzado ni una advertencia, ni una condena a Israel, como sí lo hace con otros Estados. Pero, como he comentado alguna vez en este mismo medio, la política internacional nada tiene que ver con la justicia, y sí con los intereses de los países. En este caso, además, de los poderosos.