Era finales de junio de hace ya unos cuantos años. Salía yo de Sabin Etxea, donde había tenido una entrevista con un dirigente jeltzale, cuando me topé a escasos metros de la puerta con Patxi López (secretario general del PSE), Jesús Eguiguren (presidente) y Rodolfo Ares, que, como se subrayó ayer tras su muerte, hacía “de todo” en el Partido Socialista. Rápidamente, se me acercó, me saludó amable como solía, improvisó una evasiva acerca de qué hacían por allí, afirmando que se dirigían con prisa a un lugar cercano, pero inconcreto –excusatio non petita– y acto seguido continuó calle adelante. Sus acompañantes, entre atónitos e indecisos, le siguieron. Obviamente, no hace falta tener mucha intuición para sospechar que el motivo de su presencia por allí era otro, pese a que, en efecto, las sedes del PNV y de los socialistas de Bizkaia estaban a tiro de piedra, en la misma calle. Poco después, en el periódico confirmamos que algo más tarde de lo previsto, eso sí, los dirigentes de ambos partidos habían tenido una reunión de alto nivel para hablar de la situación política tras las elecciones municipales y forales de un mes atrás. La anécdota retrata a Rodolfo Ares, un animal político de los que ya no hay. Muñidor de acuerdos y desacuerdos, genuino representante del socialismo español y vasco. Fue, como tantos que combatieron a ETA, una de las bestias negras del terrorismo y la izquierda abertzale, lo que a menudo significaba una sentencia de muerte, aunque años después llegó a negociar con ambas. Unos meses después de aquel inoportuno encuentro, se supo que ETA tenía en su poder la llave del portal de Rodolfo Ares, señal de que la macabra sentencia podía ejecutarse en cualquier momento. Algunos de los que ayer mostraron sus condolencias por su muerte, entonces apenas hubieran pestañeado si ETA lo hubiese asesinado y se habrían limitado a lamentar las trágicas consecuencias del maldito conflicto. Un abrazo a la familia socialista.