El horror para un columnista es no tener de qué escribir. Los lectores o conocidos, cuando te encuentran por la calle, te suelen comentar “¡anda y que tendrás cosas de las que escribir!”, al hilo de algo que haya pasado recientemente o así, pero, tú, que igual llevas cuatro columnas sobre el tema, lo tienes ya amortizado. Si escribes cinco días a la semana tienes amortizados prácticamente todos los temas del universo conocido o al menos así lo sientes en tu cabeza. Y luego está esa especie de objeción de conciencia que de repente te entra una vez o dos cada temporada: ¿por qué tengo que tener yo sí o sí opinión sobre esto? Se supone que te pagan para eso, para tener opinión. O al menos para contar algo de tu punto de vista. Pero es que resulta que, al igual que les pasa a ustedes, seguro, hay cientos de asuntos sobre los que uno no tiene una opinión formada. Y no solo es que no la tiene, es que no tiene ninguna gana de tenerla. Por pereza, por falta de formación, por honestidad con la propia incapacidad de comprender algo de una manera firme, por hastío ante el revuelo, por muy diversas causas. Así que todos los cursos columnísticos te vas encontrando con temas que vas aparcando porque no te llaman en absoluto la atención, mientras que otros ganan espacio en tu cabeza. Sucede que muy de ciento a viento que en tu cabeza no hay nada, lo cual en sí mismo es muy positivo, pero que para tu profesión es un pequeño problema. Pero decides que en lugar de escribir de esto, otro o lo aquello vas a plantearles a los lectores que también es sano aplicar en la vida una respuesta muy simple cuando te preguntan qué opinas de tal cosa o a ti qué te parece aquella: no tengo ni puta idea y ni ganas de tenerla. Es sano esto, es necesario llegar a ese punto, si me apuran, incluso de sabiduría, aunque sea una sabiduría inversa. No sabes nada, pues no lo fuerces. Apártate. Disfruta de no opinar.
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