Instagram tiene muchas cosas buenas. Y bonitas, sobre todo bonitas. Pero también otras que no lo son tanto. Entre estas últimas podríamos destacar que es el instrumento que mejor refleja una realidad: la necesidad que sentimos hoy por demostrar a los demás lo maravillosa que es nuestra vida. Hacer ver que cada momento es más que trascendente, histórico. Cada comida, una experiencia culinaria digna de un restaurante de la Guía Michelin; cada viaje, una recreación de Memorias de África y cada outfit, un atuendo que perfectamente podría encontrar su hueco en la semana de la moda de París.

Como digo, Instagram no es más que el reflejo de algo que ocurre en la calle. Y que está haciendo estragos en una generación educada, no necesariamente en casa, en la cultura de que todo debe ser legendario. Y que debe serlo ya. Esto se ve con claridad en entornos laborales y sentimentales, aunque para hablar de estos últimos necesitaría mínimo un par de columnas. Todos conocemos a gente que deja su trabajo sin tener otro porque “no se sienten realizados”. Esto es algo muy significativo. Cada vez tenemos menos predisposición a hacer cosas que no queremos, a realizar sacrificios o a renunciar, en definitiva, a la llamada gratificación inmediata.

Y esta cultura, cómo no, también contamina la política. La representan formaciones que se limitan a decir lo que la gente quiere oír y cuyos programas parecen más una carta a Olentzero que una propuesta para dirigir un país. Afortunadamente, hay excepciones: gobiernos y líderes que gestionan bien y que hablan claro. Que se alejan de propuestas facilonas y que trabajan en serio por mejorar el día a día. También hay otra excepción, aunque tal vez menos honrosa: Liz Truss. Que ha propuesto un plan económico y no lo ha llevado a cabo por el rechazo frontal de, prácticamente, la totalidad del Reino Unido. A pesar de ello, no ha dimitido. Hay esperanza, todavía quedan personas que no se sienten realizadas y que, aun así, no dejan el curro.