La diferencia más notable entre estar en el gobierno o en la oposición en términos ideológicos y propositivos es, además de la obvia de no tener el botón de imprimir del boletín oficial, la de tener el campo libre para la ocurrencia y la irresponsabilidad. Aunque esto último tampoco es exclusivo de la oposición. El ejemplo más sangrante lo acabamos de ver en Reino Unido. Liz Truss accedió al liderazgo del Partido Conservador y, como consecuencia de ello y sin pasar por las urnas, se aupó al cargo de primera ministra por la dimisión de Boris Johnson, de infausta memoria. Arrasó entre los tories presentándose como la nueva Margaret Thatcher, queriendo ser una dama de hierro cuando apenas llega a un peto de hojalata. Es verdad que ha tenido una suerte peculiar: la reina se le murió solo dos días después de que hubiese oficializado su nombramiento. Pero la primera gran decisión de Truss de proceder a una rebaja de impuestos a los ricos ha sido tan nefasta que ha tenido que rectificar y retirar la medida antes de que la libra se desplomara aún más, la caída de la Bolsa fuese ya catastrófica y su propio partido pidiera su cabeza solo un mes después de su nombramiento. Y eso que era una de sus grandes líneas doctrinarias contra la crisis. Las grandes soluciones a problemas complicados suelen acabar así, en desastre. La responsabilidad de gobierno exige adecuarse a las circunstancias y medir muy bien los efectos: es lo que viene a llamarse realpolitik. Pedro Sánchez puede darle unas cuantas lecciones de ello a su colega Liz Truss. Ha pasado de no pactar un gobierno de coalición con Podemos porque quería “dormir tranquilo” a coligarse y comprarle o robarle muchas de sus ideas. Pero cuidado. Truss quería bajar los impuestos a los ricos (como Feijóo); Sánchez, subírselos. Tenía razón el líder del PP cuando dijo aquello de que el de ricos y pobres era un “mensaje antiguo”. Ya lo acuñó alguien hace más de dos mil años cuando habló de los ricos y del camello que pasaba por el ojo de una aguja.
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