Un imperio se impone –valga la redundancia– a sangre y fuego. Cuando se desmorona o se desintegra –sirva el pleonasmo–, a menudo la sangre vuelve, tarde o temprano, a correr, siempre del mismo lado. Isabel II vio cómo el imperio británico empezaba a deshacerse como un azucarillo aunque aún quedan vestigios de aquellos tiempos y ahora muchos temen que el reinado de Carlos III, con su peculiar carisma, sea el detonante de una estrepitosa y quizá caótica caída que la historia está retrasando en demasía. A su modo, Mijail Gorbachov propició también el fin del imperio soviético. Y los lodos los estamos viendo ahora.

El papa Francisco ha estado estos días en Kazajistán, en viaje apostólico. (Por cierto, ayer el santo padre asistió a la declaración final pacifista tras la celebración del VII Congreso de líderes de las religiones mundiales y tradicionales y que fue leída... por una obispa. Anglicana, claro. Pero esa es otra historia). Allí, Bergoglio volvió a hacer un alegato por la paz en Ucrania: “¿Qué debe suceder aún, cuántos muertos más debemos esperar?”, se preguntó. Yo también me lo pregunto. Y millones de ucranianos. Y Zelenski. No muy lejos de allí, al otro lado del mar Caspio, Armenia y Azerbaiyán están en el punto álgido de tensión y escalada bélica cercana a una guerra abierta, fruto de un conflicto enquistado desde hace décadas por el control y soberanía de Nagorno Karabaj. Tampoco muy lejos, en Samarcanda (Uzbekistán), se reunieron ayer los líderes de Rusia y China, Vladímir Putin y Xi Jinping, para mostrar al mundo lo muy buenos amigos que son y lo mucho que los tiranos se apoyan mutuamente. En Samarcanda, patrimonio de la humanidad e histórica “encrucijada de culturas” dada su ubicación en la ruta de la seda entre China y Occidente. Insulto o sacrilegio. ¿Qué tienen en común Rusia, Ucrania, Kazajistán, Armenia, Azerbayán y Uzbekistán? Todos estos países formaron parte del imperio soviético (la URSS) que se desmembró y que Putin aspira a reconstruir en torno a su caudillaje. Guerra a guerra si hace falta.