os contó El Buscón, entrañable personaje de Francisco de Quevedo, que su padre era barbero de oficio, aunque eran tan altos sus pensamientos (los de su padre) que se corría (entiéndase que se molestaba) de que le llamasen así, aclarando que era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Añadió el pícaro sobre su madre que, dedicándose a lo que se dedicaba, unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas, juntona, enflautadora de miembros o tejedora de carnes. Era este un recurso habitual del escritor madrileño, que en otra de sus obras reflexionó sobre la hipocresía aplicada a los nombres de las cosas, poniendo como ejemplos que al botero se le decía sastre del vino, al fullero diestro y a la usura trato. Así muchos más.

Tampoco es nueva la utilización de eufemismos en la política; es decir, el uso de palabras o expresiones que sustituyen -edulcorándolas- a otras con carga negativa. En su día fue muy sonado que Soraya Sáenz de Santamaría anunciara una subida de impuestos indicando que se trataba de un recargo complementario temporal de solidaridad. O que se aprobaran peajes en ciertas autovías bautizándolos como sistemas de tarificación. Más recientemente han sido grotescas muchas de las fórmulas empleadas para esquivar la cita al malsonante toque de queda. La lista es interminable. El sonrojo que producen, también.

La última ocurrencia ha resultado esta semana la de una Margarita Robles que aclaró con vehemencia que lo de Paz Esteban no fue una destitución, un cese, un despido. Ha sido una mera sustitución, dijo, como si se tratara del cambio de Gorosabel por Zaldua en Anoeta. Y se quedó tan pancha. Lo peor de este proceder es que nadie se toma en serio tales artimañas dialécticas; es más, la gente las aprovecha para el pitorreo. Debería darse cuenta alguna gente de que, como sucedía con El Buscón sobre sus padres, la ciudadanía conoce perfectamente de qué va todo esto. l